martes, 18 de octubre de 2011

La Gran Paradoja (sobre la función pública y el reto de la gestión de los recursos humanos en la Administración)

Gracias a las decenas de proyectos de estudios, formación y consultoría que hemos realizado en el curso de los últimos quince años, hemos podido conocer las interioridades de muchas administraciones públicas (desde Ayuntamientos y Diputaciones hasta gobiernos autonómicos y empresas públicas, tanto de España como de otros países), y en todo este tiempo hay algo con lo que nos hemos encontrado recurrentemente y que no ha dejado de sorprendernos y desconcertarnos: la Gran Paradoja.

Consiste en lo siguiente: a pesar de que las condiciones laborales y económicas suelen ser iguales o mejores -a menudo bastante mejores, empezando por la estabilidad en el trabajo- que no en las empresas privadas, los climas laborales que presiden las organizaciones públicas están en general considerablemente más degradados que los que encontramos en el mundo privado. Ya mucho antes de que se iniciaran los recortes de sueldos y plantillas como parte de la estrategia anti-crisis que siguen nuestros gobiernos, se venía constatando que una parte importante de los trabajadores públicos tienen un compromiso escaso con la Administración a la cual sirven; muchos de ellos se declaran desmotivados y no pocos se sienten ‘quemados’; la resistencia al cambio es habitual, y hay quién cuestiona sistemáticamente las innovaciones -sea cual sea su dirección-. Además, las relaciones entre mandos y efectivos de base son tensas y caracterizadas por el recelo mutuo, mientras que el cinismo y el negativismo se extienden y malogran la salud y la imagen corporativa.

Como resultado de este estado de cosas, los estudios realizados coinciden en señalar que la productividad pública está por debajo de la del ámbito empresarial, especialmente a los países del sur de Europa. Al mismo tiempo, no es inusual que los ciudadanos (los que sostienen con su esfuerzo fiscal los servicios públicos, no lo olvidemos) acaben recibiendo una atención impersonal, torpe o incluso descortés.

¿Por qué se dan este tipo de situaciones? Habría que diferenciar dos tipos de causas -y de responsabilidades-. Por un lado, es verdad que la Administración ha hecho mal muchas cosas: no hay políticas de gestión de recursos humanos dignas de este nombre; los mandos no ejercen la función de gestores de personas que los correspondería; y el nivel del liderazgo (altos directivos y políticos) nunca se ha interesado realmente por estas cuestiones internas y le ha faltado valor para intervenir, por no hablar de la falta de ejemplaridad en las conductas de algunos dirigentes. Lo más grave de todo, quizás, es que se ha permitido que de facto se impusiera la regla según la cual, en la Administración, “si uno lo hace bien, no pasa nada; si uno lo hace mal, tampoco”; y cuando este principio define una organización, la mata, porque el rendimiento tiende a igualarse por debajo. En consecuencia, hemos visto como jóvenes trabajadores que ingresaban en el servicio público con ganas e ilusión se convertían, pocos años después, en funcionarios pasivos y gruñones.

Pero no hay duda de que, al mismo tiempo, algunos profesionales del mundo público han encontrado en la Administración el entorno idóneo para ejercitar la filosofía del mínimo esfuerzo, a la vez que tampoco falta en el sector público la cuota de aprovechados que directamente abusan de la falta de control, norte y liderazgo existente.

¿Soluciones? Las hay, por supuesto. Por parte de los trabajadores públicos, la elección es suya: pueden optar (y muchos lo hacen) por, a pesar de todo, esforzarse por hacer bien el trabajo y ser cada día mejores profesionales, y por implicarse en el buen servicio a los ciudadanos y a los intereses colectivos, inspirándose en la Misión que la sociedad les ha confiado. O pueden escoger funcionar al ralentí, desentenderse del propósito de servicio público, renunciar a la excelencia profesional, recrearse en los agravios presuntos o reales recibidos, y convertirse en agentes propagadores del cáncer espiritual que carcome tantas organizaciones públicas. El caso es que, si la elección es ésta última, quién la hace tiene que atenerse a las consecuencias: a nivel personal, cuando uno tira la toalla y se convierte en un agente de la queja permanente tiene que saber que, como ser humano en busca de sentido que somos todos, cada día estará un poco más muerto, algo que convertirá la estabilidad propia de la ocupación pública en una verdadera condena a cadena perpetua. Y a nivel externo, uno no tendría que extrañarse si entonces los ciudadanos reclaman el fin de los privilegios funcionariales, la reducción de las plantillas públicas y/o el desmantelamiento de determinados organismos.

Por parte de los directivos y de los electos que están al frente de las organizaciones públicas, hay que reclamar de ellos que de una vez cojan el toro por los cuernos y que hagan los deberes. A ellos les corresponde dar a los temas relativos a los recursos humanos la prioridad debida, y dotarse de una política de RRHH integral (que resuelva adecuadamente los retos de la organización del trabajo, la gestión de la ocupación -también de su vertiente de desvinculación: ¡no es cierto que no se pueda despedir a aquellos que se hacen merecedores de ello!-, la del rendimiento, la de la compensación -discriminando según el buen o el mal rendimiento-, la gestión del desarrollo y la de las relaciones humanas y sociales). De ellos esperamos igualmente que practiquen con valentía la exigencia y la autoexigencia: deben fijar objetivos para los trabajadores públicos, proporcionarles las herramientas y la formación necesaria, hacer el seguimiento y evaluación de su trabajo, y extraer de ello conclusiones que tengan repercusiones prácticas. Si por el contrario, se opta por el absentismo directivo en relación a estas responsabilidades, después los líderes y directivos públicos no tienen derecho a quejarse si se encuentran faltos de palancas para llevar adelante sus políticas y proyectos. Sí, les quedará el recurso a la externalización, pero demasiado a menudo esto significa duplicar recursos y abrir la puerta a nuevos quebraderos de cabeza.

En definitiva, la Gran Paradoja que mencionábamos al principio del artículo se explica porque, tal como sucede con los niños, al margen de las condiciones de bienestar material que existan, la falta de pautas y de exigencia siempre es preludio de más problemas. Pero si hay voluntad, estrategia y coraje, los males del sector público -también los de su personal- tienen remedio, y el potencial que puede liberarse con una mejor gestión de los recursos humanos de la Administración es inmenso. Sea como fuere, el caso es que el país no se puede permitir que no se actúe decididamente en este terreno y sin más dilación.