domingo, 11 de noviembre de 2012

Estudio "Fuga de Talento en el Berguedá"

En el último estudio del Instituto Àgora hemos analizado el fenómeno de la fuga de talento en la comarca catalana del Berguedà, un problema ya identificado pero del cual no se conocían las dimensiones exactas. Ahora, gracias a la investigación del Instituto, se ha descubierto que, de cada dos estudiantes que finalizan los estudios secundarios postobligatorios en la comarca -la mayoría de los cuales acaban cursando estudios superiores-, uno se marcha y no vuelve.

Evidentemente, en plena sociedad del conocimiento basada en el talento, esta sangría de cerebros tiene consecuencias importantes. En términos económicos, por ejemplo, representa el desperdicio de más de novecientos millones de euros acumulados invertidos en la educación y crianza de los jóvenes que han emigrado, o la pérdida de más de cien millones de euros anuales en ingresos que no se producen (y que podrían tener lugar si los jóvenes en cuestión permanecieran en el Berguedà y tuvieran trabajo). Pero los efectos cualitativos de dicha fuga (el empobrecimiento intelectual y la falta de savia nueva y de introducción de un pensamiento más tolerante e innovador) son tanto o más relevantes. No es casualidad, pues, que el Berguedà tenga niveles de renta inferiores a la media catalana y que ocupe el lugar 29 de 41 en el ranking de competitividad comarcal catalán.

El estudio subraya la causa principal del problema: la falta de trabajo cualificado y de oportunidades profesionales en la comarca. A la vez, se pone en evidencia que la decisión de marchar tiene mucho de forzada: a un 72% de estos expatriados bergadanes le supo mal -al menos en parte- haber tenido que dejar la comarca. Todavía más preocupante es el hecho de que sólo un 22% de los que se han quedado (siempre refiriéndonos a personas con al menos estudios de COU o Bachillerato Superior), descartan del todo tener que emigrar algún día. Finalmente, tanto los expatriados como los arraigados son pesimistas respeto al presente y al futuro de la comarca.

La parte positiva es que una parte (un tercio) de aquellos que viven y trabajan fuera del Berguedà no descartan retornar si laboralmente encuentran la manera de hacerlo (o, en último término,cuando se jubilen), mientras que los que se han quedado en esta comarca están satisfechos de haberlo hecho.

La cuestión es: ¿Cómo se puede dar la vuelta a esta situación? El estudio aporta diferentes recomendaciones para minimizar el problema, que en buena medida se deriva del carácter periférico del Berguedà. Así, el desarrollo económico de la comarca podria disminuir la magnitud de la fuga de talento; con todo, a tal efecto sería preciso desarrollar una economía más dinámica y de mayor valor añadido, capaz de proporcionar puestos de trabajo cualificados –algo que requiere el reforzamiento de la industria y el surgimiento de un sector quinario local (servicios basados en el conocimiento)-. Precisamente, una de las claves del desarrollo económico es fomentar el sentido emprendedor entre los titulados superiores, mientras que otra, a medio plazo, pasa por hacer realidad el proyecto estratégico de E-9 Barcelona-Toulouse como autovía desdoblada.

Igualmente, el Berguedà necesita elevar el nivel medio de formación de su población, incrementando el número de jóvenes que cursan estudios superiores; un sistema de becas de montaña ayudaría a ello, como también la apuesta por los ciclos superiores de formación profesional.

El trabajo del Instituto Àgora también propone retener y captar talento haciendo valer los activos del Berguedà -básicamente la calidad de vida- y haciendo marketing interno que transforme el elevado patriotismo local en autoestima. Pero de poco serviría esto si al mismo tiempo no se diera respuesta a las demandas diferenciadas de los integrantes de la clase creativa (en terminología de Richard Florida): demandas de connectividad (virtual -banda ancha de verdad- y física -transporte público competitivo con Barcelona-), de oferta cultural y de servicios atractiva (que exigiría a la vez un crecimiento de la masa crítica demográfica de la comarca), de reconocimiento social…

Por último, el estudio urge a realizar una gestión proactiva del capital intelectual del territorio que ponga en valor este activo y lo rentabilice. Se trata de apostar por el talento local, fidelizar los titulados superiores que ‘están de paso’ profesionalmente hablando por la comarca -es decir, el talento inmigrado-, aprovechar los embajadores bergadanes que hay repartidos por el país y por el mundo (identificándolos, haciendo un seguimiento de ellos, manteniendo el contacto, acordando con cada uno sus aportaciones -habiéndose detectado una alta disponibilidad a colaborar con la comarca por parte del talento emigrado-…), etc.

El estudio se ha hecho en base a una encuesta telefónica a una muestra de 100 antiguos estudiantes del último curso de secundaria postobligatòoria del Instituto Guillem de Berguedà de Berga, de las promociones 1975-76 a 2005-2006 (un universo de 2562 alumnos). Puede accederse a él (en versión catalana) a través del web: http://www.aceb.cat/index.php/noticies/noticies-associats/item/120-fugatalent

domingo, 2 de septiembre de 2012

Recortes inteligentes

Dado el contexto económico en qué nos encontramos en España y en el sur de Europa en general, será inevitable que, junto a las medidas de reactivación de la actividad productiva y a las reformas estructurales imprescindibles, se continúen haciendo también ajustes en los presupuestos públicos. Pero los recortes deberán ser siempre inteligentes, si no se quiere que resulten contraproducentes. He aquí algunas de las cosas que se deberían tener en cuenta al realizarlos.

Antes que nada, las prisas no deben llevar a hacer recortes lineales (del tipo “el 10% de reducción en todas las partidas y unidades”), pese a la falsa apariencia de equidad que proporcionan. Es evidente que resulta más cómodo actuar de esta manera lineal, pero es tan poco racional (siempre hay actuaciones o servicios más prioritarios socialmente que otros) como injusto (de hecho, implica castigar a los programas que ya eran más eficientes) y peligroso (si conduce a posponer decisiones difíciles que se deberían tomar).

En segundo lugar, se debe considerar siempre si los recortes de hoy no acabarán saliendo muy caros mañana. Ahorrar en mantenimiento, por ejemplo, (o en formación, o en investigación) es una mala política, sobre todo si se hace durante demasiados años seguidos (como es nuestro caso, en qué, cuando llegue la recuperación, habrá pasado demasiado tiempo).

En definitiva, para hacer bien las cosas, se está obligado a priorizar, que quiere decir decidir qué se deja de hacer, qué se redimensiona, y qué se mantiene o incluso se incrementa. Decisiones que, en una democracia, es bueno que sean objeto de debate público y que vayan acompañadas de mucha comunicación -incluyendo la presentación de la Visión del "hacia dónde vamos"- y de un ejercicio general de transparencia. Esto no servirá para que al final se pueda contentar a todo el mundo (especialmente si se tiene claro que no se trata de repartir el sufrimiento, sino de mojarse), pero evitará la sensación de improvisación y/o de arbitrariedad. Obviamente, si se contara con evaluaciones de políticas y de programas y servicios públicos, algunas cosas se harían enseguida evidentes –qué funciona y qué no; qué es eficiente y qué es ineficiente…-, y se iría más sobre seguro. Pero frecuentemente éste no es el caso. Que al menos sirva de lección de cara al futuro: apostemos sin reservas por lsa evaluación pública desde ya, y así cuando llegue la próxima crisis fiscal nos cogerá como mínimo más preparados…

Por otro lado, la lógica indica que las decisiones serán mejores si toman en cuenta lo que los empleados públicos pueden aportar desde su conocimiento de la realidad. Es más, éste debe ser necesariamente un trabajo de equipo: trabajadores públicos, proveedores privados, usuarios de los diferentes programas y ciudadanos en general deberían ser invitados a proponer maneras de hacer lo mismo con menos (algunas de las cuales probablemente resultarían menos traumáticas que determinadas medidas que se han puesto en práctica). Igualmente, todos estos procesos de reflexión, estudio y participación deberían reforzarse con técnicas de creatividad, pensamiento sistémico, innovación, benchmarking y toma de decisiones -garantía todas ellas de más iluminación y acierto.

En realidad, convendría someter (pero no sólo ahora a consecuencia de la crisis, sino siempre y de forma continuada) a escrutinio y repensamiento toda la operativa administrativa, instalándonos en una mentalidad de mejora continúa que nos impulsara a hacer desde mejoras puntuales constantes de eficiencia hasta reestructuraciones estructurales generales periódicas bajo el prisma de la reingeniería de procesos, cambiando las maneras de hacer, eliminando actividades innecesarias, reduciendo el uso del papel, automatizando procesos, acortando tiempos y previniendo errores, etc. Cierto que esto demanda tiempo y paciencia; razón de más, pues, para no demorarlo ni un minuto más.

Aprovechemos para comentar que las grandes operaciones de reingeniería (que pueden ser fuente de ahorros importantes) suelen requerir hacer inversiones iniciales, a veces notables: en tecnología, por ejemplo, o en formación, sin olvidar que la misma implantación siempre tiene un coste. Pero es que querer recoger frutos sin antes haber sembrado no es realista. Y pretender ahorrarse estos gastos puede conllevar no sólo no lograr ningún ahorro, sino también acabar con un servicio público peor que el que se tenía hasta el momento.


Llegados a aquí, abordemos el tema de los despidos de personal, un clásico en el repertorio de herramientas optimizadoras, y de relativa fácil aplicación en administraciones llenas de interinos y trabajadores temporales. No hay duda de que existen unidades administrativas sobredimensionadas y otras faltas de efectivos (capítulo aparte constituyen las que tienen rendimientos manifiestamente mejorables, necesitadas de fijación de objetivos, medida de resultados y establecimiento de incentivos –positivos y negativos-). Dejando de lado que lo primero que siempre nos debemos preguntar cuando nos planteamos por la dimensión idónea de personal es “para hacer qué?” y que el debate de fondo es sobre la priorización de las políticas y programas, la cuestión que queremos poner ahora sobre la mesa son las consecuencias no deseadas que puede tener la estrategia de los despidos. Una de ellas puede ser la incapacidad resultante de la unidad administrativa para cumplir debidamente con su tarea, por insuficiencia de personal; haría falta entonces escoger: dejamos de prestar el servicio, o reducimos su alcance y ambición, o lo mantenemos y buscamos otras fórmulas de ahorro. Justo es decir que el déficit de personal puede ser cuantitativo o cualitativo: los condicionantes que rodean los despidos a veces provocan que se marche la gente que tienen las competencies adecuadas y que se queden aquellos que no necesitamos. En cualquier caso, una alternativa a prescindir de profesionales puede ser la recolocación de trabajadores, que puede ayudar a incrementar le eficiencia global de la organización… si previamente hemos capacitado a los operarios recolocados para hacerse cargo de las nuevas tareas que asumen.

Tampoco se ha de ignorar que los despidos suelen comportar un aumento de la desmoralización de los profesionales que se quedan en la organización (similar a la de los trabajadores del sector privado que se encuentran en situaciones equivalentes). En todo caso, si se ha actuado de acuerdo con los consejos anteriores (comunicación, participación, estudio…), la situación no será tan mala desde este punto de vista como cuando aquellos se han ignorado. Pero de todas formas, el proceso necesita ser gestionado y enmarcado en una política de recursos humanos digna de este nombre.


Cambiando de tercio nuevamente, toca ahora advertir de los peligros de intentar ahorrar optando alegramente por la exernalización de la provisión de los servicios. Externalizar la gestión (que no tiene nada a ver con privatizar: sólo un ignorante o un demagogo pueden confundir una cosa con la otra) es una herramienta de doble filo. Tanto puede ser la respuesta a los problemas de ineficiencia y falta de flexibilidad y calidad demasiado comunes en el sector público, como una vía perfecta….. para encarecer y empeorar el servicio. ¿Cuándo, pues, conviene externalizar y cuándo no? Es imposible de decirlo en abstracto: hace falta estudiar a fondo cada caso antes de llegar a una conclusión... Y esto es precisamente lo que no se suele hacer. Y no sólo se tendrán que considerar los aspectos económicos de la operación: también se deberá tomar en consideración otros bienes públicos en juego. Por ejemplo, las capacidades de control de la externalización, o los peligros de descapitalización intelectual y de dependencia de terceros que pueden ir asociados a la misma.

Antes de finalizar, comentemos otras fórmulas de ahorro que se suelen utilizar. Tenemos, por ejemplo, la coproducción de servicios con el propio usuario –algo que para el ciudadano puede resultar interesante a pesar de la carga que pasa a asumir: piénsese, por ejemplo, en la comodidad y flexibilidad que proporciona la e-administración-. Adelante con la coproducción, pues. Tenemos también las consolidaciones o centralización de elementos, a base de fusionar organismos, funciones, programas y/o instalaciones y recursos. El ahorro que puede conseguirse por esta vía y el subsiguiente aumento de escala puede ser importante, pero también puede comportar un empeoramiento del servicio (aunque, con una buena gestión, incluso es capaz de mejorarlo: por ejemplo, en la atención al ciudadano). La clave está en acompañar estas actuaciones con la necesaria reingeniería de procesos. Igualmente, hace falta saber tener paciencia, porque algunos ahorros sólo se harán evidentes al cabo de un cierto tiempo.


Dicho todo esto, acabemos con dos consideraciones adicionales. Primera: rotundamente sí, hay margen para ahorrar más de lo que se ha hecho hasta el momento. Algunas administraciones todavía no se han empleado a fondo, y se tiende a olvidar que si el sector público no hace los deberes, son los ciudadanos quienes acaban obligados a recortar, a la vez que si no se hacen a tiempo, serán nuestros hijos quienes pagarán el coste de los excesos de ayer y de la pasividad de hoy. Pero hay una segunda reflexión: la urgencia no puede ser excusa para no hacer las cosas bien hechas y prescindir del estudio de la realidad, la planificación y preparación del terreno, y la gestión del proceso al ritmo oportuno. De entrada porque sabido es que la prisa es mala consejera; y después porque, si se hace bien, tendremos que recortar menos. Y hacerlo bien requiere tener en cuenta igualmente las conexiones e interdependencias que existen entre los diferentes factores, y las condiciones que se deben dar para que las medidas de ahorro tengan éxito.

A partir de aquí se trata de escoger las estrategias más adecuadas para cada caso (a tal efecto, conviene dejar libertad a cada organización para decidir qué herramientas utiliza y para operar sin tantos corsés de normas y constricciones, exigiendo a la vez, claro está, resultados), y combinar liderazgo político, expertise gerencial y compromiso profesional en su puesta en práctica. Sin olvidar que, obrando así, los recortes pueden ser auténticas oportunidades de reforma y de introducción en lo público de cambios necesarios -con crisis o sin ella-, en lugar de simples medicinas amargas.


Una recomendación final: establézcase en cada Administración un Comisionado general para la Optimización de la Gestión, dótesele de suficientes poderes, recursos y autonomía, y acompáñesele de una estructura de expertos capaces de apoyar a las actuaciones de ahorro que se hagan desde las diferentes áreas y unidades. Y, puestos a pedir, tómese nota de lo que se va haciendo y de los resultados que se obtienen de ello, a fin de que puedan acabar destilándose un conjunto de nuevos aprendizajes que sirvan para gestionar mejor tanto la presente como las futuras crisis.

domingo, 12 de febrero de 2012

Nuevos significados para la participación en tiempos de crisis y de cambio


Hasta el presente, en el ámbito público demasiado a menudo participación se ha confundido –interesadamente, a veces- con información. O, en el mejor del casos, se ha creído que apostar por la participación quería decir dejar la opción a qué el ciudadano opinara (aunque después ésto importara bien poco). No es extraño, pues, que la gente se muestre indiferente cuando se le promete nuevas oportunidades participativas.

Pero al margen de lo que haya dado de si en el pasado, participación puede ser hoy sinónimo de acción colaborativa, y esto puede interesar tanto al ciudadano como a la administración. Veamos por qué. Si los recursos públicos son escasos, una manera de multiplicar su efectividad es dejando que la gente ayude a las administraciones. El interés de los entes públicos en esta evolución es evidente: podrán hacer más. Pero ¿qué van a ganar con ello, los ciudadanos? –preguntarán los escépticos- ¿Es que no pagan ya suficientes impuestos como para tener que añadir todavía nuevas contribuciones, aunque sea en especies? ¿Que no es responsabilidad de la administración, hacerse cargo de estos menesteres?

Primero: De entrada, notese que, teniendo en cuenta que este tipo de contribución ‘altruista’ sería voluntaria, sólo tendría lugar cuando se aplicara a algo que para el ciudadano tuviera sentido y valiera la pena. De no ser así, se quedaría a casa.

Segundo punto: Fácilmente puede pasar que la elección sea entre tener ese algo si hay aportación ciudadana, o no tenerlo si no la hay, porque los impuestos no dan para todo (aunque es cierto que, mejor gestionados, rendirían mucho más) y porque la atención política es un bien escaso (incluso habiendo recursos, el tiempo y el interés de los responsables públicos es limitado, y muchas buenas causas no reciben la atención que merecerían). Pongo un ejemplo de cómo podría funcionar la transacción. Las farolas de mi calle están en un estado lamentable. No sólo son obsoletas desde el punto de vista de la sostenibilidad; además, la pintura cae a trozos y presentan desperfectos. No es probable que el gobierno municipal se ocupe de ellas hasta que caigan al suelo. Pues bien, yo estoy dispuesto a poner mi grano de arena para mejorarlas: me ofrezco a pintarlas. Seguro que otros vecinos también estarían dispuestos a echar una mano, si como resultado la calle acabara teniendo más buen aspecto. Ya entendemos que no se nos permita ponernos manos a la obra por nuestra cuenta y sin previo permiso (como cuando en otoño barremos la acera de delante de nuestra casa, o como cuando después de una nevada limpiamos nuestra parte de vía pública), porque debe hacerse bien y siguiendo unos criterios (que encajen además en las políticas locales). Pero la solución es fácil: que desde el Ayuntamiento nos definan el color de pintura a utilizar, que nos la proporcionen incluso -si hace falta-, y que si quieren nos asignen un supervisor municipal que dé instrucciones, nos forme y se asegure de que el trabajo se hace correctamente. De esta forma, todos contentos.

Tercer punto: Un beneficio adicional para el ciudadano altruista vendría por el lado de la satisfacción de sentirse útil y de haber contribuido a mejorar su comunidad, más allá del provecho particular que hubiera obtenido de ello (en el ejemplo anterior, tener su calle más bonita). Y, por el camino, también podrían llegar a desarrollarse lazos más profundos entre vecinos, se entendería mejor la complejidad de la gobernación de la cosa común, surgirían nuevas ocasiones para compartir la toma de decisiones (alrededor de lo que debe hacerse y como debe hacerse), etc. En definitiva, estamos hablando de voluntariado cívico, sí, pero no necesariamente del voluntariado convencional (el valor del cual nunca se reconocerá lo suficiente), sino de unas contribuciones que pueden ser puntuales, ‘interesadas’, heterogéneas y a menudo nacidas desde abajo (de las inquietudes de la gente), pero no por esto menos efectivas. Es más, probablemente más de uno de estos voluntarios pragmáticos encontraría gusto en la experiencia y acabaría engrosando las filas de entidades de voluntariado convencionales.

Que las instituciones públicas no teman, pues, hacer apelación a la corresponsabilización, y que los ciudadanos no dejen de ofrecerse y de exigir que su ofrecimiento sea atendido.

Acabemos destacando que la aportación ciudadana no tendría por qué hacerse necesariamente en forma de esfuerzo físico, sino que podría canalizarse en forma de conocimiento, o de recursos materiales, o incluso de dinero suplementario… Y más allá del voluntariado pragmático de qué hablábamos, la ayuda del ciudadano seguro que también acabará llegando -llega ya- a través de su papel en la coproducción ya no tan voluntaria de servicios públicos (que puede ir desde realizar tareas administrativas –rellenar una instancia cuando se realiza un trámite electrónico- hasta asumir partes del proceso del servicio -como cuando se obliga a la gente a volver del Hospital a su domicilio por sus medios-). En conclusión, el futuro del ámbito público sin duda será de mayor protagonismo de los ciudadanos en la acción pública, y esto, afortunadamente, no será 'gratis’, sino que deberá compensarse con mayores posibilidades para la gente de incidir en las decisiones públicas.

Algunos han llamado a este escenario la etapa del Gobierno 2.0, y lo han asociado a la revolución económica que vivimos (Wikinomics), la revolución tecnológica en marcha (web 2.0), la revolución social que llega de la mano del networking social, y la revolución demográfica que representa la nueva generación de los nativos digitales. Puede ser, pero seguro que el fenómeno no se limitará a las nuevas generaciones ni a las cosas que pasan en la Red. Ni siquiera será una tendencia exclusiva del mundo público: en el ámbito privado, a menudo encontraremos igualmente una transformación del consumidor en co-productor (o en ‘prosumidor’ -suma de productor y de consumidor-).

domingo, 22 de enero de 2012

Morosidad administrativa



En 2011, la Administración Pública española tardó en pagar a sus proveedores 162 días de media (en 2010 el plazo medio real había sido de 157 días). No es, éste, un mal universal: en Finlandia pagan de media a 24 días, y en Alemania a 35. Y hay que recordar que la ley española obliga al mundo público a pagar como máximo a 40 días.

De soluciones a este grave problema no faltan, como las que propone la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad:
-Que se elabore un plan para eliminar la deuda histórica de las Administraciones Públicas con los proveedores, mediante la periodificación de los pagos a lo largo de los 4 o 5 próximos años. A cambio, eso sí, de que las administraciones cumplan de forma estricta la ley en las nuevas obligaciones que contraigan
-Que se desarrolle un régimen sancionador eficaz
-Implantar el criterio de caja en el pago del IVA
-Permitir que las empresas puedan utilizar las devoluciones fiscales pendientes de abono como documentos de pago, descontables en entidades financieras
-Establecer cuentas corrientes tributarias con las distintas Administraciones para poder compensar deudas cruzadas (ej. dejar de pagar el IBI a cambio de una factura pendiente de pago del Ayuntamiento).

Está claro que si las empresas y los autónomos no consiguen salir adelante, el país (y sus Administraciones) tampoco podrá hacerlo. Y es evidente que no se puede exigir a los agentes económicos aquello que el sector público no está dispuesto a cumplir. Por esta razón deben tomarse medidas anti-morosidad sin más dilación, recordando que desde que se inició la crisis, han desaparecido un tercio de nuestras empresas. Seguro que la morosidad administrativa no es del todo ajena a ello.

domingo, 8 de enero de 2012

Reivindicación del Pensamiento Sistémico

Una de las competencias clave de aquellos que ejercen el liderazgo público debería ser el pensamiento sistémico. El pensamiento sistémico parte de la base que la realidad es un gran conjunto de piezas interconectadas -sistema-, que a su vez se organizan en subsistemas más pequeños (el económico, el social, el político…). Siendo así, una de las primeras obligaciones de todo responsable público, sea político o gestor, consiste en considerar los efectos directos e indirectos de las decisiones que toma -incluyendo también las decisiones por omisión, aquellas que llevan a no actuar-. Por ejemplo, cuando para afrontar la crisis un gobernante recorta gastos de forma excesiva y demasiado concentrada en el tiempo, o cuando sube impuestos y no establece incentivos al consumo, en ambos casos debe saber que en última instancia está contribuyendo a la depresión de la economía, porque si ciudadanos y empresas no tienen motivación ni capacidad adquisitiva y de inversión, la economía no puede romper el círculo vicioso del estancamiento. Visto así, no se diría que el razonamiento sistémico esté impregnando las políticas de las administraciones más cercanas…

Otra implicación del carácter sistémico de la realidad es que las decisiones de hoy determinan los resultados de mañana. Volviendo a la lucha contra la crisis, si hoy ahorramos en gasto tanto público como privado en investigación o en educación o en ciertas infraestructuras, mañana no estaremos en condiciones de tener una economía del conocimiento y de la innovación que nos asegure un lugar en el seno del mundo desarrollado y que posibilite niveles elevados de competitividad y bienestar.

Todo ello parecen cosas de sentido común, y lo son. El problema es que si la fijación en el árbol no deja ver el bosque, y si las urgencias del presente hacen olvidar las necesidades a medio y largo plazo, entonces la lógica aparente de las cosas cambia, y las decisiones equivocadas que se toman… también parecen de sentido común. Está claro que, más temprano que tarde, aquellas decisiones se revelarán ineficaces, pero para entonces ya no podremos volver atrás. Recordémoslo, pues: hay diferentes sentidos comunes (el local versus el global, el que tiene en cuenta el tiempo versus el que lo ignora…), y no todos resultan igual de adecuados como guía de actuación.

Confundirse de sentido común es una de las razones por las cuales tenemos déficit de política sistémica en la mayoría de gobiernos. Si a esto le añadimos el corto-plazimso y miopía que siempre acechan la política, el corporativismo y la falta de profesionalidad que caracterizan algunos gestores públicos, y el ritmo acelerado que imponen las nuevas tecnologías y las reglas de los medios de comunicación, ya habremos identificado buena parte de los ingredientes de la extendida enfermedad asistémica. Pero hay explicaciones. Una no menor es que políticos y burócratas comparten el mal hábito de la rigidez mental, que resulta ser pecado mortal en el mundo de los sistemas dinámicos: si se quiere entender realmente como trabajan éstos, hay que observarlos desde diferentes perspectivas, ángulos y puntos de vista, estando además dispuestos a, si hace falta, admitir que la visión propia -la tradicional, o la que proporciona la doctrina partidista- puede estar equivocada. En este mismo sentido, deben examinarse rigurosamente las suposiciones y los modelos mentales de los cuales se parte, y cuestionarlos periódicamente para acabar validándolos o refutándolos.

En consecuencia, el pensador sistémico tiene que tomarse su tiempo para estudiar en profundidad la realidad, identificar las interrelaciones entre sus partes, entender sus dinámicas, y detectar los patrones y tendencias que se dibujan -sabiendo que éstos y éstas son cambiantes, por lo cual no podemos dejar de seguir estudiando el mundo sobre el cual pretendemos incidir-. A la vez, el pensador sistémico sabe que es la estructura del sistema aquello que explica su comportamiento, por lo cual se esfuerza por conocerla bien antes de introducir cambios; y es que sólo si se entiende bien la estructura es posible iniciar acciones de apalancamiento -tan necesarias cuando los recursos escasean- que muevan y transformen el sistema y sus resultados en la dirección deseada.

El pensador sistémico se interesa igualmente por las relaciones de causa-efecto, sabiendo que suelen ser más circulares (es decir, con retroalimentación) que no lineales, y que los efectos pueden tardar en mostrarse. Todavía, el pensador sistémico no tiene prisa, porque reconoce que una decisión demasiado rápida y poco meditada puede crear más adelante problemas mayores que los que ahora pretende solucionar. Finalmente, el pensador sistémico examina los resultados del sistema después de las intervenciones que sugiere y aplica, y cambia estas acciones si es necesario; la suya es una estrategia de aproximación sucesiva.

A estas alturas queda claro que hay pocos gobernantes que se guíen por el pensamiento sistémico. En defensa suya, se podría argumentar que probablemente nadie se lo enseñó, y que las tareas urgentes que les ocupan -intentar sobrevivir- los distraen de las tareas importantes que tendrían que acometer -las reformas en profundidad, el estímulo del crecimiento económico, la preparación del nuevo modelo económico-social de la postcrisis…-. Siendo así, sería necesario que aquellos que pueden tomar un poco de distancia -académicos, consultores, creadores de opinión, centros de formación…- advirtieran de los peligros de la falta de pensamiento sistémico y subrayaran las oportunidades de apostar por esta competencia clave.

Decididamente: !necesitamos, ahora más que nunca, gobernantes y gestores públicos sistémicos!