domingo, 10 de enero de 2010

Pecados capitales del sector público: 2) La Lentitud

Si algo caracteriza al mundo actual es, junto al cambio profundo y constante que se produce, la velocidad a la que todo tiene lugar -las cosas que se transforman y las que permanecen-. No seguir el ritmo de los tiempos es, pues, una condena segura a quedar atrás. Y el caso es que la Administración tiene una merecida fama de lenta.

En parte esto tiene que ver con el garantismo que se supone que impregna los procedimientos públicos -un peaje que se debe pagar-. Pero la razón principal de la lentitud administrativa no es en absoluto ésta. Si "las cosas de palacio van despacio", es sobre todo porque la idiosincrasia de muchas organizaciones públicas se define por un 'tempo' relajado.

No se le escapa a nadie que la lentitud pública tiene un coste social enorme. En algunos casos, el retraso 'hace la diferencia' (como cuando la Justicia llegada fuera de tiempo se convierte en injusta). En otros, la lentitud supone molestias más o menos graves, o pérdida de valor. En todo caso, siempre representa un sobrecoste, porque tardar más en hacer aquello que se puede hacer en menos implica un despilfarro.

La lentitud, sin embargo, es una enfermedad que tiene solución: se arregla con mejor organización, con estructuras más planas, con suficiencia y adecuación de recursos, con la digitalización y automatización de procesos... Aun así, lo más importante es el necesario cambio cultural. Y ya se sabe que los cambios culturales precisan de liderazgos decididos, paciencia, incentivos y palancas. En este sentido, que las normas estipulen plazos máximos puede ayudar, siempre que sean límites razonables y su incumplimiento genere consecuencias. Así, por ejemplo, los cuatro días que el Gobierno quiere dar a la Audiencia Nacional para decidir si el bloqueo de una web propuesto por el Ministerio de Cultura viola derechos fundamentales son preferibles a la laxitud total e impune del Tribunal Constitucional a la hora de resolver determinados recursos.

Los políticos se lamentan, con razón, del ritmo administrativo, pero tampoco están libres de toda culpa. A menudo son ellos quienes hacen de tapón o quienes, en pro del consensualismo -otro peaje a pagar- bloquean o retrasan las decisiones. Pero de eso ya habrá ocasión de hablar en un futuro mensaje.

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