domingo, 8 de enero de 2012

Reivindicación del Pensamiento Sistémico

Una de las competencias clave de aquellos que ejercen el liderazgo público debería ser el pensamiento sistémico. El pensamiento sistémico parte de la base que la realidad es un gran conjunto de piezas interconectadas -sistema-, que a su vez se organizan en subsistemas más pequeños (el económico, el social, el político…). Siendo así, una de las primeras obligaciones de todo responsable público, sea político o gestor, consiste en considerar los efectos directos e indirectos de las decisiones que toma -incluyendo también las decisiones por omisión, aquellas que llevan a no actuar-. Por ejemplo, cuando para afrontar la crisis un gobernante recorta gastos de forma excesiva y demasiado concentrada en el tiempo, o cuando sube impuestos y no establece incentivos al consumo, en ambos casos debe saber que en última instancia está contribuyendo a la depresión de la economía, porque si ciudadanos y empresas no tienen motivación ni capacidad adquisitiva y de inversión, la economía no puede romper el círculo vicioso del estancamiento. Visto así, no se diría que el razonamiento sistémico esté impregnando las políticas de las administraciones más cercanas…

Otra implicación del carácter sistémico de la realidad es que las decisiones de hoy determinan los resultados de mañana. Volviendo a la lucha contra la crisis, si hoy ahorramos en gasto tanto público como privado en investigación o en educación o en ciertas infraestructuras, mañana no estaremos en condiciones de tener una economía del conocimiento y de la innovación que nos asegure un lugar en el seno del mundo desarrollado y que posibilite niveles elevados de competitividad y bienestar.

Todo ello parecen cosas de sentido común, y lo son. El problema es que si la fijación en el árbol no deja ver el bosque, y si las urgencias del presente hacen olvidar las necesidades a medio y largo plazo, entonces la lógica aparente de las cosas cambia, y las decisiones equivocadas que se toman… también parecen de sentido común. Está claro que, más temprano que tarde, aquellas decisiones se revelarán ineficaces, pero para entonces ya no podremos volver atrás. Recordémoslo, pues: hay diferentes sentidos comunes (el local versus el global, el que tiene en cuenta el tiempo versus el que lo ignora…), y no todos resultan igual de adecuados como guía de actuación.

Confundirse de sentido común es una de las razones por las cuales tenemos déficit de política sistémica en la mayoría de gobiernos. Si a esto le añadimos el corto-plazimso y miopía que siempre acechan la política, el corporativismo y la falta de profesionalidad que caracterizan algunos gestores públicos, y el ritmo acelerado que imponen las nuevas tecnologías y las reglas de los medios de comunicación, ya habremos identificado buena parte de los ingredientes de la extendida enfermedad asistémica. Pero hay explicaciones. Una no menor es que políticos y burócratas comparten el mal hábito de la rigidez mental, que resulta ser pecado mortal en el mundo de los sistemas dinámicos: si se quiere entender realmente como trabajan éstos, hay que observarlos desde diferentes perspectivas, ángulos y puntos de vista, estando además dispuestos a, si hace falta, admitir que la visión propia -la tradicional, o la que proporciona la doctrina partidista- puede estar equivocada. En este mismo sentido, deben examinarse rigurosamente las suposiciones y los modelos mentales de los cuales se parte, y cuestionarlos periódicamente para acabar validándolos o refutándolos.

En consecuencia, el pensador sistémico tiene que tomarse su tiempo para estudiar en profundidad la realidad, identificar las interrelaciones entre sus partes, entender sus dinámicas, y detectar los patrones y tendencias que se dibujan -sabiendo que éstos y éstas son cambiantes, por lo cual no podemos dejar de seguir estudiando el mundo sobre el cual pretendemos incidir-. A la vez, el pensador sistémico sabe que es la estructura del sistema aquello que explica su comportamiento, por lo cual se esfuerza por conocerla bien antes de introducir cambios; y es que sólo si se entiende bien la estructura es posible iniciar acciones de apalancamiento -tan necesarias cuando los recursos escasean- que muevan y transformen el sistema y sus resultados en la dirección deseada.

El pensador sistémico se interesa igualmente por las relaciones de causa-efecto, sabiendo que suelen ser más circulares (es decir, con retroalimentación) que no lineales, y que los efectos pueden tardar en mostrarse. Todavía, el pensador sistémico no tiene prisa, porque reconoce que una decisión demasiado rápida y poco meditada puede crear más adelante problemas mayores que los que ahora pretende solucionar. Finalmente, el pensador sistémico examina los resultados del sistema después de las intervenciones que sugiere y aplica, y cambia estas acciones si es necesario; la suya es una estrategia de aproximación sucesiva.

A estas alturas queda claro que hay pocos gobernantes que se guíen por el pensamiento sistémico. En defensa suya, se podría argumentar que probablemente nadie se lo enseñó, y que las tareas urgentes que les ocupan -intentar sobrevivir- los distraen de las tareas importantes que tendrían que acometer -las reformas en profundidad, el estímulo del crecimiento económico, la preparación del nuevo modelo económico-social de la postcrisis…-. Siendo así, sería necesario que aquellos que pueden tomar un poco de distancia -académicos, consultores, creadores de opinión, centros de formación…- advirtieran de los peligros de la falta de pensamiento sistémico y subrayaran las oportunidades de apostar por esta competencia clave.

Decididamente: !necesitamos, ahora más que nunca, gobernantes y gestores públicos sistémicos!

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