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miércoles, 2 de octubre de 2013

El efecto bystander o "espectador"

Quienes nos dedicamos a la cosa pública conocemos bien el fenómeno del free rider (concepto que se suele traducir por polizón o viajero sin billete): cuando se trata de bienes públicos como el gasto en seguridad, las emisiones de Televisió Española o la iluminación de las ciudades (es decir, bienes y servicios que no son susceptibles de apropiación individual y que, si se proporcionan, beneficiarán a todos, porque no puede materialmente excluirse a nadie de su uso), sabemos que parte de la población tiene tendencia a aprovecharse de ellos, sobreconsumiéndolos o evitando pagar la parte que corresponde a cada uno. El razonamiento de los polizones es del siguiente tipo: "Dado que igualment voy a ser capaz de consumir, por qué pagar? Ya pagarán otros". Con un agravante: cada persona que no cumple con su parte del trato, favorece que haya otros que tampoco lo hagan; a nadie le gusta “hacer el primo”. En todo caso, la causa de este mal es el egoísmo y la falta de solidaridad, y esto conduce a un consumo excesivo de los bienes públicos o a problemas en su financiación; llevado al extremo, además, significa que nadie pague, haciendo la provisión de los bienes en cuestión imposible. Por esta razón, para evitar este problema, hemos ideado fórmulas diferentes (desde el revisor de autobús que asegura que nadie se cuela hasta los impuestos generales, pasando por las poco eficaces campañas de sensibilización).

No tan bien conocido, pero igualmente interesante, es el efecto bystander o espectador. En este caso, frente a un problema del cual uno es testimonio junto con otras personas (por ejemplo, un accidente, o una familia sin recursos, o un indicio de fuego en un edificio), a menudo la gente decide no intervenir, suponiendo que otros lo harán. Por supuesto, si todo el mundo piensa lo mismo, al final el pobre accidentado o la desafortunada familia se quedará sin ayuda, y el fuego consumirá todo el edificio. La psicología social ha estudiado en profundidad este fenómeno y nos advierte que, cuando hay otras personas presentes ante el problema, las probabilidades de que alguien intervenga disminuyen sensiblemente (comoa en el famoso caso de la violación y asesinato de Kitty Genovese, en la década de 1960, en los Estados Unidos); paradójicamente, cuanta gente más sea testimonio de los hechos, !menos probable será que alguien actúe! Al mismo tiempo, sin embargo, bastaría con que una sola persona dé el primer paso, para incrementar significativamente la probabilidad de que el grupo cambiara de pasivo a activo.

El efecto espectador reduce el nivel de contribuciones de los ciudadanos al bienestar de la comunidad que sería posible y deseable: lo delegamos en nuestros conciudadanos y, unos por otros, la casa queda por barrer. Pero fijémonos que la causa de este mal ya no es el egoísmo (el espectador individual puede empatizar con aquellos que están sufriendo y puede estar dispuesto a ayudar), sino los factores situacionales. De todos modos, el resultado final es igualmente negativo, socialmente hablando: al final, hay menos voluntarios, menos 'buenas acciones' y menos respuestas responsables en la sociedad. Ante esta situación, ¿cómo podemos darle la vuelta al problema? En el campo de los problemas sociales, de entrada, es lógico que si el gobierno pretende ocuparse de todo, va a producirse este resultado desmovilizador del efecto espectador: el ciudadano pensará que "ya se hará cargo el gobierno" y se quedará al margen y con la conciencia tranquila. Para bien o para mal, sin embargo, la administración ya no puede hacerlo todo. Por consiguiente, necesitamos todas las constribuciones. Pues bien, la psicología social nos indica que, si somos conscientes del efecto espectador y de sus consecuencias, si asumimos que "si no lo hacemos nosotros mismos, tal vez no lo haga nadie", entonces podemos romper el círculo vicioso de la pasividad. En conclusión, haría bien la administración en reconocer sus limitaciones y pedir ayuda. Y en cuanto a los ciudadanos, deberíamos dejar de esperar que resuelvan todos los problemas desde arriba -algo que de todas formes no sucederá- y asumir nuestra cuota de responsabilidad. De hecho, si somos corresponsables, también estaremos legitimados para ser más exigentes con nuestras administracions públicas.

domingo, 12 de febrero de 2012

Nuevos significados para la participación en tiempos de crisis y de cambio


Hasta el presente, en el ámbito público demasiado a menudo participación se ha confundido –interesadamente, a veces- con información. O, en el mejor del casos, se ha creído que apostar por la participación quería decir dejar la opción a qué el ciudadano opinara (aunque después ésto importara bien poco). No es extraño, pues, que la gente se muestre indiferente cuando se le promete nuevas oportunidades participativas.

Pero al margen de lo que haya dado de si en el pasado, participación puede ser hoy sinónimo de acción colaborativa, y esto puede interesar tanto al ciudadano como a la administración. Veamos por qué. Si los recursos públicos son escasos, una manera de multiplicar su efectividad es dejando que la gente ayude a las administraciones. El interés de los entes públicos en esta evolución es evidente: podrán hacer más. Pero ¿qué van a ganar con ello, los ciudadanos? –preguntarán los escépticos- ¿Es que no pagan ya suficientes impuestos como para tener que añadir todavía nuevas contribuciones, aunque sea en especies? ¿Que no es responsabilidad de la administración, hacerse cargo de estos menesteres?

Primero: De entrada, notese que, teniendo en cuenta que este tipo de contribución ‘altruista’ sería voluntaria, sólo tendría lugar cuando se aplicara a algo que para el ciudadano tuviera sentido y valiera la pena. De no ser así, se quedaría a casa.

Segundo punto: Fácilmente puede pasar que la elección sea entre tener ese algo si hay aportación ciudadana, o no tenerlo si no la hay, porque los impuestos no dan para todo (aunque es cierto que, mejor gestionados, rendirían mucho más) y porque la atención política es un bien escaso (incluso habiendo recursos, el tiempo y el interés de los responsables públicos es limitado, y muchas buenas causas no reciben la atención que merecerían). Pongo un ejemplo de cómo podría funcionar la transacción. Las farolas de mi calle están en un estado lamentable. No sólo son obsoletas desde el punto de vista de la sostenibilidad; además, la pintura cae a trozos y presentan desperfectos. No es probable que el gobierno municipal se ocupe de ellas hasta que caigan al suelo. Pues bien, yo estoy dispuesto a poner mi grano de arena para mejorarlas: me ofrezco a pintarlas. Seguro que otros vecinos también estarían dispuestos a echar una mano, si como resultado la calle acabara teniendo más buen aspecto. Ya entendemos que no se nos permita ponernos manos a la obra por nuestra cuenta y sin previo permiso (como cuando en otoño barremos la acera de delante de nuestra casa, o como cuando después de una nevada limpiamos nuestra parte de vía pública), porque debe hacerse bien y siguiendo unos criterios (que encajen además en las políticas locales). Pero la solución es fácil: que desde el Ayuntamiento nos definan el color de pintura a utilizar, que nos la proporcionen incluso -si hace falta-, y que si quieren nos asignen un supervisor municipal que dé instrucciones, nos forme y se asegure de que el trabajo se hace correctamente. De esta forma, todos contentos.

Tercer punto: Un beneficio adicional para el ciudadano altruista vendría por el lado de la satisfacción de sentirse útil y de haber contribuido a mejorar su comunidad, más allá del provecho particular que hubiera obtenido de ello (en el ejemplo anterior, tener su calle más bonita). Y, por el camino, también podrían llegar a desarrollarse lazos más profundos entre vecinos, se entendería mejor la complejidad de la gobernación de la cosa común, surgirían nuevas ocasiones para compartir la toma de decisiones (alrededor de lo que debe hacerse y como debe hacerse), etc. En definitiva, estamos hablando de voluntariado cívico, sí, pero no necesariamente del voluntariado convencional (el valor del cual nunca se reconocerá lo suficiente), sino de unas contribuciones que pueden ser puntuales, ‘interesadas’, heterogéneas y a menudo nacidas desde abajo (de las inquietudes de la gente), pero no por esto menos efectivas. Es más, probablemente más de uno de estos voluntarios pragmáticos encontraría gusto en la experiencia y acabaría engrosando las filas de entidades de voluntariado convencionales.

Que las instituciones públicas no teman, pues, hacer apelación a la corresponsabilización, y que los ciudadanos no dejen de ofrecerse y de exigir que su ofrecimiento sea atendido.

Acabemos destacando que la aportación ciudadana no tendría por qué hacerse necesariamente en forma de esfuerzo físico, sino que podría canalizarse en forma de conocimiento, o de recursos materiales, o incluso de dinero suplementario… Y más allá del voluntariado pragmático de qué hablábamos, la ayuda del ciudadano seguro que también acabará llegando -llega ya- a través de su papel en la coproducción ya no tan voluntaria de servicios públicos (que puede ir desde realizar tareas administrativas –rellenar una instancia cuando se realiza un trámite electrónico- hasta asumir partes del proceso del servicio -como cuando se obliga a la gente a volver del Hospital a su domicilio por sus medios-). En conclusión, el futuro del ámbito público sin duda será de mayor protagonismo de los ciudadanos en la acción pública, y esto, afortunadamente, no será 'gratis’, sino que deberá compensarse con mayores posibilidades para la gente de incidir en las decisiones públicas.

Algunos han llamado a este escenario la etapa del Gobierno 2.0, y lo han asociado a la revolución económica que vivimos (Wikinomics), la revolución tecnológica en marcha (web 2.0), la revolución social que llega de la mano del networking social, y la revolución demográfica que representa la nueva generación de los nativos digitales. Puede ser, pero seguro que el fenómeno no se limitará a las nuevas generaciones ni a las cosas que pasan en la Red. Ni siquiera será una tendencia exclusiva del mundo público: en el ámbito privado, a menudo encontraremos igualmente una transformación del consumidor en co-productor (o en ‘prosumidor’ -suma de productor y de consumidor-).