En época de estrecheces en los presupuestos públicos como la actual, hay que analizar con mucho cuidado lo que se recorta y cómo se recorta, no fuera el caso que el remedio resultara peor que la enfermedad. Decimos esto porque, no siendo habitual que se estudie el retorno social de los servicios y de las inversiones públicas, es posible que se eliminen o se reduzcan programas y actuaciones indiscriminadamente o linealmente y ello acabe costando más dinero que el que se ahorra. Y no sólo esto: el gasto público puede ser también motor de recuperación de la economía, dinamizando los mercados y fortaleciendo la demanda (cosa que a la vez contribuye finalmente a reducir el déficit público); si se "redimensiona" por el lado equivocado, también se pierde esta potencialidad.
Todo ello no significa que cualquier gasto público esté justificado per se: hay gastos que tienen un retorno ínfimo y que no dinamizan nada (todo aquel que conozca la administración sabe que todavía quedan demasiadas bolsas de ineficiencia y programas que no funcionan), y además nunca debe olvidarse el coste de oportunidad para los ciudadanos que siempre tiene el sacar dinero del bolsillo de la gente. Hay recortes, pues, que son legítimos y convenientes, porque liberan recursos que pueden dedicarse a cosas más importantes. Y hay recortes que son contraproducentes pero inevitables, sencillamente porque si una Administración tiene la caja vacía y no puede acceder al crédito, no puede elegir mucho (razón de más, entonces, para afinar al máximo y procurar saber qué consecuencias tendrá la decisión que se va a tomar). En el resto de casos (los que no son convenientes ni inevitables), debe reflexionarse a fondo sobre lo que se mantiene y lo que se elimina.
En resumen, es preciso analizar cada caso para saber si estamos ante recortes necesarios, forzados o perjudiciales. Pero ¿cómo sabremos cuando se trata de unos u otros? Para averiguar si un gasto es oportuno o si un recorte es adecuado hay que estudiarlo rigurosamente; muchas veces no se puede decidir simplemente por intuición. La buena noticia es que hay varias maneras de calcular la rentabilidad social de las acciones públicas. Una de muy potente es el SROI (Social Return on Investment: retorno social de la inversión).
El SROI permite estimar cuánto valor neto genera un programa, servicio o inversión para la sociedad, y de esta forma hace posible comparar sus beneficios (sociales, laborales y económicos) con sus costes. Pondremos un ejemplo. En un estudio reciente de Alter Civites y Ecodes se ha calculado que, por cada euro que se invierte en un determinado Centro Ocupacional Comarcal aragonés para personas con discapacidad intelectual, se crean 3,53€ de retorno para la sociedad, distribuidos de la siguiente manera:
* 1,10€ en retorno económico directo (0,56€ en salarios de los profesionales del centro; 0,28€ en impuestos y cuotas a la Seguridad Social; 0,20€ en compras y contratación de servicios; y 0,06€ en otros conceptos);
* 2,04€ en retorno económico indirecto (0,33€ en ahorros para las administraciones públicas -en el sentido que, si no existiera el Centro, aparecerían otras necesidades relacionadas con las personas ahora atendidas que el sector público igualmente tendría que cubrir-; 1,07€ en ahorros para las familias de los usuarios del centro; y 0,64€ en otros conceptos);
* y 0,39€ en retorno en calidad de vida para los usuarios del centro.
Por lo tanto, por cada euro invertido en el proyecto (y hay que tener en cuenta que sólo una parte de este euro proviene del sector público), se obtienen 3,53 en valor social. A la vista de estos números, es evidente que nos conviene a todos que exista un Centro de estas características y que vale la pena que desde la administración se le ayude (en el supuesto que comentamos, el Centro corría el peligro de cerrar, y después de conocer su SROI, la administración decidió incrementar su aportación para evitarlo).
Los SROIs van más allá de los clásicos estudios coste/beneficio de carácter financiero (puesto que con el SROI se trata de capturar el conjunto del valor real generado, facilitando la comprensión, medida y comunicación también del valor extra-financiero de los recursos invertidos), y el camino para su elaboración -de carácter participativo- es tan importante como sus resultados (porque se analiza el proceso para llegar a los resultados, y esto permite a la vez optimizarlo). Pero a pesar de su utilidad para mejorar las decisiones públicas y fortalecer su legitimidad, en nuestro país los análisis SROI se usan muy poco, lo cual es una muestra más de la poca cultura de evaluación que tenemos y del poco interés que hay para conocer los impactos reales de las políticas públicas. Ello contrasta con realidades como la del Reino Unido, donde han aprobado una ley (la Social Value Act) que obliga a las administraciones públicas a considerar los impactos sociales, económicos y ambientales en la concesión de contratos públicos; o como el caso de Escocia, donde están estudiando incorporar la metodología SROI en el proceso de concesión de apoyos y subvenciones a las entidades de servicios sociales. Si realmente queremos comprometernos con principios como los de Sostenibilidad, Transparencia y Eficacia pública, haríamos bien en aprender de nuestros vecinos británicos.
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miércoles, 29 de enero de 2014
sábado, 10 de abril de 2010
¿Para cuándo, la evaluación de políticas públicas?
En la acción pública, la creación del máximo valor posible para los ciudadanos pasa por la persecución de las grandes "E"s (eficacia, eficiencia, economía, efectividad, equidad ...), y eso requiere trabajar en base a políticas públicas, con sus correspondientes programas y actuaciones.
Convendría, pues, que fuera imperativo para los gobiernos definir y explicitar sus políticas, así como tendría que facilitarse e incluso hacer obligatorio su posterior evaluación (preferiblemente a cargo de profesionales independientes). Con la evaluación (en sus diversas modalidades: de necesidades sociales, de diseño, de implementación, de resultados, etc), conoceríamos qué se puede esperar de un programa cuando se está concibiendo, cuál es el impacto real que está teniendo una determinada política en vigor, con qué coste, a a quién está beneficiando realmente, qué problemas de puesta en práctica surgen ... informaciones todas ellas imprescindibles para evitar que se malgaste el dinero de todos, maximizar beneficios, comparar rendimientos, aprender de la experiencia y mejorar....
Desgraciadamente, sin embargo, hay diferentes obstáculos que impiden que la evaluación de políticas y programas adquiera la importancia que debería tener. En primer lugar, constatamos que saber qué están dando de sí sus políticas no es el único interés que tienen los responsables de nuestras administraciones (a veces parece que sea más importante hacer ver que se está haciendo alguna cosa, que no que aquello que se está haciendo sirva para nada: vease, si no, el festival de medidas débiles o directamente inútiles, cuando no contraproducentes, que se están improvisando 'contra la crisis'). De todas formas, nadie debería tener ningún problema en conseguir afinar más el instrumental metodológico público y en perfeccionar sus actuaciones: al fin y al cabo, eso acabará revirtiendo en beneficio de aquéllos que son responsables de ellas.
El segundo problema es que políticos y gestores tienen a veces miedo a aparecer retratados negativamente en las evaluaciones. Ciertamente, muchas de las políticas que se están aplicando -en el bienentendido que algunas de ellas ni siquiera son dignas de este nombre, porque se limitan a ser un sumatorio aleatorio de acciones y servicios- son manifiestamente mejorables. Pero el derecho a la transparencia del ciudadano tiene que prevalecer sobre la comodidad administrativa, y una vez más la transparencia acabará siendo motor de cambio y de progreso para el mundo público.
Por último, en nuestros países la evaluación de políticas todavía carece de tradición y de suficiente reconocimiento. Afortunadamente, sin embargo, el interés por ella va creciendo, y no le faltan ni las metodologías de trabajo adecuadas ni las instituciones y los profesionales -tanto en el seno de la propia administración como en las consultorías del sector privado- capaces de impulsarla. Es cuestión de tiempo, por lo tanto, que se generalice y dé frutos, y entonces ya no habrá marcha atrás posible.
Convendría, pues, que fuera imperativo para los gobiernos definir y explicitar sus políticas, así como tendría que facilitarse e incluso hacer obligatorio su posterior evaluación (preferiblemente a cargo de profesionales independientes). Con la evaluación (en sus diversas modalidades: de necesidades sociales, de diseño, de implementación, de resultados, etc), conoceríamos qué se puede esperar de un programa cuando se está concibiendo, cuál es el impacto real que está teniendo una determinada política en vigor, con qué coste, a a quién está beneficiando realmente, qué problemas de puesta en práctica surgen ... informaciones todas ellas imprescindibles para evitar que se malgaste el dinero de todos, maximizar beneficios, comparar rendimientos, aprender de la experiencia y mejorar....
Desgraciadamente, sin embargo, hay diferentes obstáculos que impiden que la evaluación de políticas y programas adquiera la importancia que debería tener. En primer lugar, constatamos que saber qué están dando de sí sus políticas no es el único interés que tienen los responsables de nuestras administraciones (a veces parece que sea más importante hacer ver que se está haciendo alguna cosa, que no que aquello que se está haciendo sirva para nada: vease, si no, el festival de medidas débiles o directamente inútiles, cuando no contraproducentes, que se están improvisando 'contra la crisis'). De todas formas, nadie debería tener ningún problema en conseguir afinar más el instrumental metodológico público y en perfeccionar sus actuaciones: al fin y al cabo, eso acabará revirtiendo en beneficio de aquéllos que son responsables de ellas.
El segundo problema es que políticos y gestores tienen a veces miedo a aparecer retratados negativamente en las evaluaciones. Ciertamente, muchas de las políticas que se están aplicando -en el bienentendido que algunas de ellas ni siquiera son dignas de este nombre, porque se limitan a ser un sumatorio aleatorio de acciones y servicios- son manifiestamente mejorables. Pero el derecho a la transparencia del ciudadano tiene que prevalecer sobre la comodidad administrativa, y una vez más la transparencia acabará siendo motor de cambio y de progreso para el mundo público.
Por último, en nuestros países la evaluación de políticas todavía carece de tradición y de suficiente reconocimiento. Afortunadamente, sin embargo, el interés por ella va creciendo, y no le faltan ni las metodologías de trabajo adecuadas ni las instituciones y los profesionales -tanto en el seno de la propia administración como en las consultorías del sector privado- capaces de impulsarla. Es cuestión de tiempo, por lo tanto, que se generalice y dé frutos, y entonces ya no habrá marcha atrás posible.
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