sábado, 10 de abril de 2010

¿Para cuándo, la evaluación de políticas públicas?

En la acción pública, la creación del máximo valor posible para los ciudadanos pasa por la persecución de las grandes "E"s (eficacia, eficiencia, economía, efectividad, equidad ...), y eso requiere trabajar en base a políticas públicas, con sus correspondientes programas y actuaciones.

Convendría, pues, que fuera imperativo para los gobiernos definir y explicitar sus políticas, así como tendría que facilitarse e incluso hacer obligatorio su posterior evaluación (preferiblemente a cargo de profesionales independientes). Con la evaluación (en sus diversas modalidades: de necesidades sociales, de diseño, de implementación, de resultados, etc), conoceríamos qué se puede esperar de un programa cuando se está concibiendo, cuál es el impacto real que está teniendo una determinada política en vigor, con qué coste, a a quién está beneficiando realmente, qué problemas de puesta en práctica surgen ... informaciones todas ellas imprescindibles para evitar que se malgaste el dinero de todos, maximizar beneficios, comparar rendimientos, aprender de la experiencia y mejorar....

Desgraciadamente, sin embargo, hay diferentes obstáculos que impiden que la evaluación de políticas y programas adquiera la importancia que debería tener. En primer lugar, constatamos que saber qué están dando de sí sus políticas no es el único interés que tienen los responsables de nuestras administraciones (a veces parece que sea más importante hacer ver que se está haciendo alguna cosa, que no que aquello que se está haciendo sirva para nada: vease, si no, el festival de medidas débiles o directamente inútiles, cuando no contraproducentes, que se están improvisando 'contra la crisis'). De todas formas, nadie debería tener ningún problema en conseguir afinar más el instrumental metodológico público y en perfeccionar sus actuaciones: al fin y al cabo, eso acabará revirtiendo en beneficio de aquéllos que son responsables de ellas.

El segundo problema es que políticos y gestores tienen a veces miedo a aparecer retratados negativamente en las evaluaciones. Ciertamente, muchas de las políticas que se están aplicando -en el bienentendido que algunas de ellas ni siquiera son dignas de este nombre, porque se limitan a ser un sumatorio aleatorio de acciones y servicios- son manifiestamente mejorables. Pero el derecho a la transparencia del ciudadano tiene que prevalecer sobre la comodidad administrativa, y una vez más la transparencia acabará siendo motor de cambio y de progreso para el mundo público.

Por último, en nuestros países la evaluación de políticas todavía carece de tradición y de suficiente reconocimiento. Afortunadamente, sin embargo, el interés por ella va creciendo, y no le faltan ni las metodologías de trabajo adecuadas ni las instituciones y los profesionales -tanto en el seno de la propia administración como en las consultorías del sector privado- capaces de impulsarla. Es cuestión de tiempo, por lo tanto, que se generalice y dé frutos, y entonces ya no habrá marcha atrás posible.

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