El próximo sábado una nueva oleada de alcaldes y alcaldesas tomarán posesión de sus cargos en España. Les espera un mandato apasionante, dado que la gente ha depositado en ellos expectativas importantes, y en la medida en que en los próximos cuatro años la recuperación económica les facilitará las cosas y la coyuntura política va a estar más abierta que nunca.
Pero si los electos quieren hacer un buen trabajo y estar a la altura del momento, tendrían que tener muy presentes aquellas cosas que conviene realizar durante las primeros semanas de ejercicio de la primera magistratura municipal, con objeto de poner las bases de cuatro años altamente productivos. Son las siguientes:
1. Explicar su proyecto a los trabajadores municipales, y pedir su colaboración
a. Obviamente, previamente deben tener claro ese proyecto, que no puede confundirse con el programa electoral ni con un listado de actuaciones. La prueba del 9 para saber si hay o no proyecto es sencilla: ¿se es capaz de resumirlo en un párrafo? ¿los concejales de gobierno lo explican igual? ¿y dice algo sustantivo, más allá de la poesía y los tópicos políticos?
Por otro lado, vale la pena concretar y desarrollar el proyecto en cuestión y pensar como hacerlo motivador, porque el Alcalde/sa tendrá que ir explicandolo por todas partes y continuamente, si se quiere que la gente entienda qué se está intentando conseguir y que ayude…
2. Trazar el mapa de ruta del mandato, con los correspondientes objetivos, estrategias, puntos críticos, calendarios…
a. Cuatro años pasan muy rápido. O desde el primer día se sabe qué se quiere hacer y cómo se hará (después, el mapa ya se irá adaptando y poniendo al día, pero hace falta un diseño inicial global), o quedarán muchas cosas en el tintero.
3. Crear un sistema de seguimiento del progreso hacia los objetivos establecidos
a. La herramienta a tal efecto puede ser un cuadro de mando, por ejemplo, que se tendría que completar con un buen sistema de información sobre la ciudad y la opinión pública, para no quedar fuera de juego. De este modo se podrá saber en cada momento si se está avanzando suficientemente.
4. Construir una coalición de apoyos
a. Apoyos más allá de los políticos: sociales, comunicativos, económicos, institucionales… de personas y organizaciones a quienes se implicará en la gobernabilidad del municipio. Con ellos habrá que reunirse periódicamente.
5. Poner a punto el equipo de trabajo
a. En realidad, una diversidad de equipos, o un Equipo con varios niveles: el equipo de gobierno; el equipo del área de Alcaldía; el equipo de directivos municipales; el equipo del partido; los apoyos de profesionales externos… Nada se puede hacer solo, y menos que nada impulsar un Ayuntamiento y liderar una ciudad.
6. Dibujar el mapa de minas
a. Son muchas las cosas que pueden ir mal, y los problemas que pueden surgir (con o sin culpa propia) pueden provocar daños y poner en peligro el proyecto. Si se tienen identificadas estas minas (las que pueden anticiparse, que no son todas), se podrá también hacer una tarea de prevención y de minimización de daños que siempre ayudará.
7. Dotarse de un sistema de gestión del tiempo
a. Por mucho que se dedique plenamente al cargo (18 horas al día, 7 días a la semana y 365 días el año), el alcalde/sa no podrá con todo. Por lo tanto, vale más que decida proactivamente qué quiere asegurar que se haga, y que además sea muy eficiente en el uso de su tiempo. Necesitará, pues, un método y herramientas para gestionarlo, así como tendrá que pactar con su entorno más inmediato -familia, amigos…- el nuevo “régimen de visitas”, garantizando, eso sí, que el trabajo no le abduce completamente (sin equilibrio personal, todo se resiente)…
8. Preparar el dispositivo de comunicación que utilizará para dar a conocer su trabajo y los resultados que se derivarán
a. Si uno no se obliga, desde el primer día, a reservar tiempo y energía (y dinero) para comunicar, no lo hará, o no lo hará bien. Y comunicar no es sólo una obligación para los electos -puesto que hay que ser transparente-; es también un derecho y una necesidad: si los electos no difunden aquello qué hacen y sus por quès, se les entenderá mal. Y si no se prevé quién, cómo y cuándo se ocupará de esta función, luego se lamentará.
9. Definir las relaciones con el partido que le apoya
a. La dinámica gobierno-partido suele derivar en problemas, si no se cuida. Y dado que tendría que ser de interés mutuo mantener una relación continuada y fluida, vale más dejarla encarrilada desde el principio.
10. Autodiagnosticar-se y trabajar en la propia mejora
a. Las competencias que requiere el ejercicio del liderazgo local son muchas, por lo que nadie las tiene todas desarrolladas en todo su potencial. Por esa razón hay que ser consciente de las propias carencias, evaluar sus posibles efectos y prever maneras de compensarlas (sea en base a colaboradores, sea formándose y mejorando día a día)
Son 10 tareas que no garantizan que el mandato municipal sea excelente, pero que pueden ayudar mucho. Por eso sale a cuenta invertir tiempo en ellas, al iniciar el curso político.
martes, 9 de junio de 2015
Las diez tareas básicas de los primeros días del nuevo Alcalde
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miércoles, 10 de septiembre de 2014
Ciudades
Hemos leído con interés el libro del profesor de la Universidad de Hardvard Edward Glaesser “El triunfo de las ciudades”, una obra de referencia en todo lo que tiene relación con las ciudades y las políticas urbanas. La tesis central del libro es que las ciudades son un fenómeno muy positivo, y que gracias a ellas ha tenido lugar el progreso de la humanidad. El argumento justificativo es que el hecho urbano permite y facilita el contacto y el intercambio de conocimientos entre personas, lo que propicia la creatividad y la innovación. Por cierto, las nuevas tecnologías no estarían cambiando esta lógica, puesto que el contacto directo y en persona continuaría siendo fundamental.
Por otro lado, el libro también defiende las ciudades (concretamente, las ciudades densas) como la mejor fórmula para tener un planeta sostenible. Es innegable que sería catastrófico que los países emergentes -el crecimiento de la población de los cuales es enorme- replicaran el modelo que ha prosperado en Occidente de ciudad difusa -ejemplarizado por los ‘suburbios’ norteamericanos o por nuestras urbanizaciones y barrios residenciales-. Pero también en Europa los costes medioambientales de la dispersión urbana empiezan a ser preocupantes. Por este motivo, Glaesser aboga por el crecimiento vertical de las ciudades y por dar facilidades a la construcción. Coherentemente, critica las normativas demasiado restrictivas, porque -a su parecer- encarecen el coste de la vivienda y no hacen otra cosa que desplazar el problema.
En la visión del libro, pues, las ciudades son claramente más solución que no problema. Esto no significa que todas las ciudades funcionen igual de bien. En cada periodo histórico encontramos ciudades pujantes y ciudades en decadencia. La clave que explica esta desigual suerte, según Glaesser, está en las personas que hay al frente de cada ciudad, tanto a nivel institucional -los Ayuntamientos- como económico, cultural y cívico. Detrás de toda gran ciudad hay un gobierno eficaz, una sociedad civil emprendedora y una ciudadanía corresponsabilizada. Abundancia de pequeñas empresas, diversificación económica y presencia de ciudadanos formados son también fundamentales para la prosperidad (“sin capital humano, no hay ciudad próspera”, nos dice Glaesser). Las infraestructuras físicas, en cambio, resultan ser más secundarias.
En otro orden de cosas, el libro examina cómo han conseguido triumfar las ciudades de más éxito (Nueva York, Milano, Tokio, Boston, Vancouver, Dubai...). Las fórmulas son diversas: en unos casos, han apostado decididamente por el talento; en otros (como en el caso de la ciudad-Estado de Singapur), han tenido la posibilidad de diseñar políticas económicas propias; algunas ciudades del mundo en desarrollo, simplemente han eliminado la corrupción y han garantizado la orden y la seguridad jurídica -que no es poca cosa-; y ciertos municipios se han especializado en ofrecer toda clase de opciones de ocio y placer.
Pero nada garantiza que el éxito dure: a menudo, los buenos y los malos momentos se suceden si la ciudad no es capaz de reinventarse cada vez que el entorno cambia. Recordemos como el mundo urbano y próspero del Imperio Romano fue sustituído por el estancamiento rural de la Edad Media. O fijémonos en los ejemplos de ciudades como Liverpool, Glasgow, Rotterdam o Vilnius, que son hoy mucho más pequeñas de lo que fueron en otras épocas. Por no hablar de casos más extremos como Detroit (la “capital del motor” de los Estados Unidos): pasó de 1,85 millones de habitantes en 1950 a sólo 770.000 en 2008, su Ayuntamiento se declaró en quiebra, la tasa de homicidios se ha disparado y actualmente un tercio de sus habitantes vive en la miseria.
En cambio, otras ciudades han sabido hacer el camino inverso, y muchas han encontrado soluciones creativas y eficaces -que el libro repasa- a problemas típicos de las grandes urbes, como la congestión, la delincuencia o la pobreza urbana. En conclusión, tendríamos que aprender de todas estas experiencias de éxito y de fracaso, tanto las globales como las sectoriales, para no repetir errores y por el contrario sí replicar aciertos. Y es que, como hemos dicho a menudo: no hay que reinventar la rueda cada semana, ni tropezar tres veces con la misma piedra.
Por otro lado, el libro también defiende las ciudades (concretamente, las ciudades densas) como la mejor fórmula para tener un planeta sostenible. Es innegable que sería catastrófico que los países emergentes -el crecimiento de la población de los cuales es enorme- replicaran el modelo que ha prosperado en Occidente de ciudad difusa -ejemplarizado por los ‘suburbios’ norteamericanos o por nuestras urbanizaciones y barrios residenciales-. Pero también en Europa los costes medioambientales de la dispersión urbana empiezan a ser preocupantes. Por este motivo, Glaesser aboga por el crecimiento vertical de las ciudades y por dar facilidades a la construcción. Coherentemente, critica las normativas demasiado restrictivas, porque -a su parecer- encarecen el coste de la vivienda y no hacen otra cosa que desplazar el problema.
En la visión del libro, pues, las ciudades son claramente más solución que no problema. Esto no significa que todas las ciudades funcionen igual de bien. En cada periodo histórico encontramos ciudades pujantes y ciudades en decadencia. La clave que explica esta desigual suerte, según Glaesser, está en las personas que hay al frente de cada ciudad, tanto a nivel institucional -los Ayuntamientos- como económico, cultural y cívico. Detrás de toda gran ciudad hay un gobierno eficaz, una sociedad civil emprendedora y una ciudadanía corresponsabilizada. Abundancia de pequeñas empresas, diversificación económica y presencia de ciudadanos formados son también fundamentales para la prosperidad (“sin capital humano, no hay ciudad próspera”, nos dice Glaesser). Las infraestructuras físicas, en cambio, resultan ser más secundarias.
En otro orden de cosas, el libro examina cómo han conseguido triumfar las ciudades de más éxito (Nueva York, Milano, Tokio, Boston, Vancouver, Dubai...). Las fórmulas son diversas: en unos casos, han apostado decididamente por el talento; en otros (como en el caso de la ciudad-Estado de Singapur), han tenido la posibilidad de diseñar políticas económicas propias; algunas ciudades del mundo en desarrollo, simplemente han eliminado la corrupción y han garantizado la orden y la seguridad jurídica -que no es poca cosa-; y ciertos municipios se han especializado en ofrecer toda clase de opciones de ocio y placer.
Pero nada garantiza que el éxito dure: a menudo, los buenos y los malos momentos se suceden si la ciudad no es capaz de reinventarse cada vez que el entorno cambia. Recordemos como el mundo urbano y próspero del Imperio Romano fue sustituído por el estancamiento rural de la Edad Media. O fijémonos en los ejemplos de ciudades como Liverpool, Glasgow, Rotterdam o Vilnius, que son hoy mucho más pequeñas de lo que fueron en otras épocas. Por no hablar de casos más extremos como Detroit (la “capital del motor” de los Estados Unidos): pasó de 1,85 millones de habitantes en 1950 a sólo 770.000 en 2008, su Ayuntamiento se declaró en quiebra, la tasa de homicidios se ha disparado y actualmente un tercio de sus habitantes vive en la miseria.
En cambio, otras ciudades han sabido hacer el camino inverso, y muchas han encontrado soluciones creativas y eficaces -que el libro repasa- a problemas típicos de las grandes urbes, como la congestión, la delincuencia o la pobreza urbana. En conclusión, tendríamos que aprender de todas estas experiencias de éxito y de fracaso, tanto las globales como las sectoriales, para no repetir errores y por el contrario sí replicar aciertos. Y es que, como hemos dicho a menudo: no hay que reinventar la rueda cada semana, ni tropezar tres veces con la misma piedra.
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miércoles, 23 de julio de 2014
Por una Política basada en Evidencias
Pregunta: las Políticas Públicas son una cuestión de ideología y dependen del punto de vista subjetivo de cada cual? O tendrían que responder sólo a criterios técnicos y a lecciones científicas que pueden ser aprendidas y perfeccionadas? Mi respuesta es que debería de haber un poco de cada cosa.
De entrada, ante cualquier problema, no suele haber una única solución ‘buena’, sino que en función de los valores que inspiran al decisor, se optará por unos caminos o por otros -todos igualmente legítimos-. Claro que, en según qué ámbitos -como el local-, las posibilidades de diferenciarse ideológicamente son más limitadas. Por ejemplo, garantizar que una ciudad disponga de agua de calidad todo el año no es un objetivo ni de derechas ni de izquierdas –si estas categorías todavía significan algo-. Pero, y la modalidad de gestión de los servicios –como la de la misma agua-, eso sí que ya es un asunto ideológico? Las derechas externalizan y las izquierdas gestionan directamente?
Los estudios que se han hecho sobre el particular concluyen que, por la tendencia a externalizar más o menos que muestra un consistorio, no se podría adivinar qué partido gobierna en el municipio en cuestión. Sin embargo, esto no quiere decir que todas las formas de gestión sean igualmente adecuadas. Según cada caso (dependiendo del servicio a gestionar, las características de la propia administración, las características del mercado de que se trate...), será mejor una fórmula u otra.
Aquí es donde interviene la técnica y la ciencia para hacernos luz. Tanto en relación al “qué” cómo al “cómo”, se pueden tomar mejores decisiones si no se fía todo a la intuición, al estómago o al consejo del amigo o de la empresa del sector, sino que uno se ayuda de la evidencia. La Política Basada en la Evidencia (evidence based policy) es un movimiento que apuesta por la mejora de la gestión pública a través de la introducción de la inteligencia en la toma de decisiones públicas. Y esto, cómo se hace? Utilizando la evidencia científica existente como elemento central en el diseño de los programas y de las políticas. Se trata de averiguar qué funciona y que no (y para quien, y bajo qué circunstancias...), y aplicarlo. Tan simple como esto, pero con consecuencias a veces revolucionarias.
En la práctica, si uno quiere guiarse por la evidencia, puede hacer varias cosas. En primer lugar, aprender de la propia experiencia: documentar lo que se hace, generar datos, combinarlos, analizarlos, y evaluar los programas y las políticas para sacar conclusiones. También plantear proyectos piloto en aquellos terrenos en que queremos innovar, o diseñar “experimentos” ad hoc (poniendo a prueba hipótesis) con el objetivo de mejorar la actuación pública.
En segundo lugar, podemos aprender de los demás, tanto practicando el benchmarquing (comparándonos con los mejores -del país y de fuera- de cara área, y estudiando cómo adaptar las buenas prácticas y las lecciones aprendidas por otros a la propia realidad), y trabajando en red con otras administraciones para construir conjuntamente políticas más efectivas en los campos en que tenemos retos comunes.
Y finalmente, uno tiene que conocer y seguir la literatura de cada sector (hay muchos estudios realizados disponibles y revisiones sistemáticas de investigaciones que podrían evitar redescubrir la rueda en cada generación), al mismo tiempo que tiene que conocerse y utilizar los expertos sectoriales y, sobre todo, todos tenemos que dedicar más tiempo a pensar.
En resumen, hacer política -aunque sea política local- no puede seguir siendo una tarea basada sólo en el manual partidista y en la buena voluntad y el esfuerzo -condiciones necesarias pero no suficientes-. Cuando se toman decisiones, las ideas tienen un lugar importante, sobre todo a la hora de marcar las prioridades y de definir los problemas; pero después tenemos la obligación de acertar, y guiarnos por evidencias nos puede ayudar a conseguirlo. De hecho, la medicina hace mucho tiempo que sigue este camino, y esto es parte del secreto de su éxito. Haríamos bien en imitarla.
Quizás proceder de este modo sea más cansado y menos excitante que improvisar o dejarse llevar, pero seguro que también es más efectivo. Nos ahorra muchas molestias: idas y vueltas en las políticas -que les privan de la estabilidad necesaria para dar frutos-; discusiones y peleas gratuitas que son grandes pérdidas de tiempos y de energías (tendríamos que reservar las peleas para los temas que lo merecen); y fracasos evitables que derrochan ilusiones, esperanzas y recursos –recursos de los cuales no vamos sobrados.
Desgraciadamente, la Política Basada en Evidencias todavía queda lejos. La crisis actual, por ejemplo, no está sirviendo mucho para repensar aquello que se hace y cómo se hace; simplemente, hacemos lo mismo de siempre, pero más en pequeño. Y continuamos contando nuestra producción (los bienes y servicios que entregamos) y, con suerte, la satisfacción del usuario, pero sabemos muy poco acerca del impacto real de las políticas y sobre cómo funcionan las relaciones de causa y efecto dentro de un determinado campo. No nos lo podemos permitir.
De entrada, ante cualquier problema, no suele haber una única solución ‘buena’, sino que en función de los valores que inspiran al decisor, se optará por unos caminos o por otros -todos igualmente legítimos-. Claro que, en según qué ámbitos -como el local-, las posibilidades de diferenciarse ideológicamente son más limitadas. Por ejemplo, garantizar que una ciudad disponga de agua de calidad todo el año no es un objetivo ni de derechas ni de izquierdas –si estas categorías todavía significan algo-. Pero, y la modalidad de gestión de los servicios –como la de la misma agua-, eso sí que ya es un asunto ideológico? Las derechas externalizan y las izquierdas gestionan directamente?
Los estudios que se han hecho sobre el particular concluyen que, por la tendencia a externalizar más o menos que muestra un consistorio, no se podría adivinar qué partido gobierna en el municipio en cuestión. Sin embargo, esto no quiere decir que todas las formas de gestión sean igualmente adecuadas. Según cada caso (dependiendo del servicio a gestionar, las características de la propia administración, las características del mercado de que se trate...), será mejor una fórmula u otra.
Aquí es donde interviene la técnica y la ciencia para hacernos luz. Tanto en relación al “qué” cómo al “cómo”, se pueden tomar mejores decisiones si no se fía todo a la intuición, al estómago o al consejo del amigo o de la empresa del sector, sino que uno se ayuda de la evidencia. La Política Basada en la Evidencia (evidence based policy) es un movimiento que apuesta por la mejora de la gestión pública a través de la introducción de la inteligencia en la toma de decisiones públicas. Y esto, cómo se hace? Utilizando la evidencia científica existente como elemento central en el diseño de los programas y de las políticas. Se trata de averiguar qué funciona y que no (y para quien, y bajo qué circunstancias...), y aplicarlo. Tan simple como esto, pero con consecuencias a veces revolucionarias.
En la práctica, si uno quiere guiarse por la evidencia, puede hacer varias cosas. En primer lugar, aprender de la propia experiencia: documentar lo que se hace, generar datos, combinarlos, analizarlos, y evaluar los programas y las políticas para sacar conclusiones. También plantear proyectos piloto en aquellos terrenos en que queremos innovar, o diseñar “experimentos” ad hoc (poniendo a prueba hipótesis) con el objetivo de mejorar la actuación pública.
En segundo lugar, podemos aprender de los demás, tanto practicando el benchmarquing (comparándonos con los mejores -del país y de fuera- de cara área, y estudiando cómo adaptar las buenas prácticas y las lecciones aprendidas por otros a la propia realidad), y trabajando en red con otras administraciones para construir conjuntamente políticas más efectivas en los campos en que tenemos retos comunes.
Y finalmente, uno tiene que conocer y seguir la literatura de cada sector (hay muchos estudios realizados disponibles y revisiones sistemáticas de investigaciones que podrían evitar redescubrir la rueda en cada generación), al mismo tiempo que tiene que conocerse y utilizar los expertos sectoriales y, sobre todo, todos tenemos que dedicar más tiempo a pensar.
En resumen, hacer política -aunque sea política local- no puede seguir siendo una tarea basada sólo en el manual partidista y en la buena voluntad y el esfuerzo -condiciones necesarias pero no suficientes-. Cuando se toman decisiones, las ideas tienen un lugar importante, sobre todo a la hora de marcar las prioridades y de definir los problemas; pero después tenemos la obligación de acertar, y guiarnos por evidencias nos puede ayudar a conseguirlo. De hecho, la medicina hace mucho tiempo que sigue este camino, y esto es parte del secreto de su éxito. Haríamos bien en imitarla.
Quizás proceder de este modo sea más cansado y menos excitante que improvisar o dejarse llevar, pero seguro que también es más efectivo. Nos ahorra muchas molestias: idas y vueltas en las políticas -que les privan de la estabilidad necesaria para dar frutos-; discusiones y peleas gratuitas que son grandes pérdidas de tiempos y de energías (tendríamos que reservar las peleas para los temas que lo merecen); y fracasos evitables que derrochan ilusiones, esperanzas y recursos –recursos de los cuales no vamos sobrados.
Desgraciadamente, la Política Basada en Evidencias todavía queda lejos. La crisis actual, por ejemplo, no está sirviendo mucho para repensar aquello que se hace y cómo se hace; simplemente, hacemos lo mismo de siempre, pero más en pequeño. Y continuamos contando nuestra producción (los bienes y servicios que entregamos) y, con suerte, la satisfacción del usuario, pero sabemos muy poco acerca del impacto real de las políticas y sobre cómo funcionan las relaciones de causa y efecto dentro de un determinado campo. No nos lo podemos permitir.
martes, 27 de mayo de 2014
Municipales 2015: se buscan valientes
De aquí a poco menos de un año volveremos a tener elecciones municipales en España. Los tres años transcurridos desde que los actuales alcaldes y concejales fueron escogidos han pasado volando, y todavía pasarán más rápido los próximos 365 días –llenos de acontecimientos de alto voltaje político.
Por esta razón, los partidos y los grupos políticos tienen que empezar a pensar qué propuestas -de candidatos y de programas- harán en el 2015. Con un problema: no les será fácil ni hacer listas ni sumar a ellas “los mejores”, visto el panorama actual: estamos en un momento en que la crisis ha disparado las demandas que los ciudadanos hacen en sus Ayuntamientos; en que las arcas municipales en general están vacías, y las deudas hipotecan el futuro; y en que los “políticos” están bajo sospecha y sirven a menudo de chivo expiatorio. En un contexto así, y mientras no se entienda que la política local no es otra cosa que un servicio y que tiene mucho de sacrificio, es normal que no sobren los voluntarios para formar parte de candidaturas, y lamentablemente mucha gente que podría hacer valiosas aportaciones a sus comunidades optarán para quedarse en casa. Gente que se dice a sí misma: “Por qué tendría que renunciar a mi intimidad y comodidad, someterme a improperios y a críticas continuadas y no siempre justas, y descuidar a mi familia y amigos, a mi profesión y a mis hobbies?”
Pero necesitamos gente dispuesta a pagar este precio, a quien no dé miedo el reto, y que sean movidos por la ilusión y por una visión de una ciudad mejor. Y, puestos a pedir, que sean personas preparadas, innovadoras y trabajadoras, y que las haya de todos los colores -de forma que podamos elegir y que la competencia los obligue a esforzarse más todavía y a dar lo mejor de sí mismos-. Si aparecen, pues, al menos ayudémosles. En caso contrario, no tendremos derecho a quejarnos...
Por esta razón, los partidos y los grupos políticos tienen que empezar a pensar qué propuestas -de candidatos y de programas- harán en el 2015. Con un problema: no les será fácil ni hacer listas ni sumar a ellas “los mejores”, visto el panorama actual: estamos en un momento en que la crisis ha disparado las demandas que los ciudadanos hacen en sus Ayuntamientos; en que las arcas municipales en general están vacías, y las deudas hipotecan el futuro; y en que los “políticos” están bajo sospecha y sirven a menudo de chivo expiatorio. En un contexto así, y mientras no se entienda que la política local no es otra cosa que un servicio y que tiene mucho de sacrificio, es normal que no sobren los voluntarios para formar parte de candidaturas, y lamentablemente mucha gente que podría hacer valiosas aportaciones a sus comunidades optarán para quedarse en casa. Gente que se dice a sí misma: “Por qué tendría que renunciar a mi intimidad y comodidad, someterme a improperios y a críticas continuadas y no siempre justas, y descuidar a mi familia y amigos, a mi profesión y a mis hobbies?”
Pero necesitamos gente dispuesta a pagar este precio, a quien no dé miedo el reto, y que sean movidos por la ilusión y por una visión de una ciudad mejor. Y, puestos a pedir, que sean personas preparadas, innovadoras y trabajadoras, y que las haya de todos los colores -de forma que podamos elegir y que la competencia los obligue a esforzarse más todavía y a dar lo mejor de sí mismos-. Si aparecen, pues, al menos ayudémosles. En caso contrario, no tendremos derecho a quejarnos...
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miércoles, 29 de enero de 2014
SROIs versus Recortes
En época de estrecheces en los presupuestos públicos como la actual, hay que analizar con mucho cuidado lo que se recorta y cómo se recorta, no fuera el caso que el remedio resultara peor que la enfermedad. Decimos esto porque, no siendo habitual que se estudie el retorno social de los servicios y de las inversiones públicas, es posible que se eliminen o se reduzcan programas y actuaciones indiscriminadamente o linealmente y ello acabe costando más dinero que el que se ahorra. Y no sólo esto: el gasto público puede ser también motor de recuperación de la economía, dinamizando los mercados y fortaleciendo la demanda (cosa que a la vez contribuye finalmente a reducir el déficit público); si se "redimensiona" por el lado equivocado, también se pierde esta potencialidad.
Todo ello no significa que cualquier gasto público esté justificado per se: hay gastos que tienen un retorno ínfimo y que no dinamizan nada (todo aquel que conozca la administración sabe que todavía quedan demasiadas bolsas de ineficiencia y programas que no funcionan), y además nunca debe olvidarse el coste de oportunidad para los ciudadanos que siempre tiene el sacar dinero del bolsillo de la gente. Hay recortes, pues, que son legítimos y convenientes, porque liberan recursos que pueden dedicarse a cosas más importantes. Y hay recortes que son contraproducentes pero inevitables, sencillamente porque si una Administración tiene la caja vacía y no puede acceder al crédito, no puede elegir mucho (razón de más, entonces, para afinar al máximo y procurar saber qué consecuencias tendrá la decisión que se va a tomar). En el resto de casos (los que no son convenientes ni inevitables), debe reflexionarse a fondo sobre lo que se mantiene y lo que se elimina.
En resumen, es preciso analizar cada caso para saber si estamos ante recortes necesarios, forzados o perjudiciales. Pero ¿cómo sabremos cuando se trata de unos u otros? Para averiguar si un gasto es oportuno o si un recorte es adecuado hay que estudiarlo rigurosamente; muchas veces no se puede decidir simplemente por intuición. La buena noticia es que hay varias maneras de calcular la rentabilidad social de las acciones públicas. Una de muy potente es el SROI (Social Return on Investment: retorno social de la inversión).
El SROI permite estimar cuánto valor neto genera un programa, servicio o inversión para la sociedad, y de esta forma hace posible comparar sus beneficios (sociales, laborales y económicos) con sus costes. Pondremos un ejemplo. En un estudio reciente de Alter Civites y Ecodes se ha calculado que, por cada euro que se invierte en un determinado Centro Ocupacional Comarcal aragonés para personas con discapacidad intelectual, se crean 3,53€ de retorno para la sociedad, distribuidos de la siguiente manera:
* 1,10€ en retorno económico directo (0,56€ en salarios de los profesionales del centro; 0,28€ en impuestos y cuotas a la Seguridad Social; 0,20€ en compras y contratación de servicios; y 0,06€ en otros conceptos);
* 2,04€ en retorno económico indirecto (0,33€ en ahorros para las administraciones públicas -en el sentido que, si no existiera el Centro, aparecerían otras necesidades relacionadas con las personas ahora atendidas que el sector público igualmente tendría que cubrir-; 1,07€ en ahorros para las familias de los usuarios del centro; y 0,64€ en otros conceptos);
* y 0,39€ en retorno en calidad de vida para los usuarios del centro.
Por lo tanto, por cada euro invertido en el proyecto (y hay que tener en cuenta que sólo una parte de este euro proviene del sector público), se obtienen 3,53 en valor social. A la vista de estos números, es evidente que nos conviene a todos que exista un Centro de estas características y que vale la pena que desde la administración se le ayude (en el supuesto que comentamos, el Centro corría el peligro de cerrar, y después de conocer su SROI, la administración decidió incrementar su aportación para evitarlo).
Los SROIs van más allá de los clásicos estudios coste/beneficio de carácter financiero (puesto que con el SROI se trata de capturar el conjunto del valor real generado, facilitando la comprensión, medida y comunicación también del valor extra-financiero de los recursos invertidos), y el camino para su elaboración -de carácter participativo- es tan importante como sus resultados (porque se analiza el proceso para llegar a los resultados, y esto permite a la vez optimizarlo). Pero a pesar de su utilidad para mejorar las decisiones públicas y fortalecer su legitimidad, en nuestro país los análisis SROI se usan muy poco, lo cual es una muestra más de la poca cultura de evaluación que tenemos y del poco interés que hay para conocer los impactos reales de las políticas públicas. Ello contrasta con realidades como la del Reino Unido, donde han aprobado una ley (la Social Value Act) que obliga a las administraciones públicas a considerar los impactos sociales, económicos y ambientales en la concesión de contratos públicos; o como el caso de Escocia, donde están estudiando incorporar la metodología SROI en el proceso de concesión de apoyos y subvenciones a las entidades de servicios sociales. Si realmente queremos comprometernos con principios como los de Sostenibilidad, Transparencia y Eficacia pública, haríamos bien en aprender de nuestros vecinos británicos.
Todo ello no significa que cualquier gasto público esté justificado per se: hay gastos que tienen un retorno ínfimo y que no dinamizan nada (todo aquel que conozca la administración sabe que todavía quedan demasiadas bolsas de ineficiencia y programas que no funcionan), y además nunca debe olvidarse el coste de oportunidad para los ciudadanos que siempre tiene el sacar dinero del bolsillo de la gente. Hay recortes, pues, que son legítimos y convenientes, porque liberan recursos que pueden dedicarse a cosas más importantes. Y hay recortes que son contraproducentes pero inevitables, sencillamente porque si una Administración tiene la caja vacía y no puede acceder al crédito, no puede elegir mucho (razón de más, entonces, para afinar al máximo y procurar saber qué consecuencias tendrá la decisión que se va a tomar). En el resto de casos (los que no son convenientes ni inevitables), debe reflexionarse a fondo sobre lo que se mantiene y lo que se elimina.
En resumen, es preciso analizar cada caso para saber si estamos ante recortes necesarios, forzados o perjudiciales. Pero ¿cómo sabremos cuando se trata de unos u otros? Para averiguar si un gasto es oportuno o si un recorte es adecuado hay que estudiarlo rigurosamente; muchas veces no se puede decidir simplemente por intuición. La buena noticia es que hay varias maneras de calcular la rentabilidad social de las acciones públicas. Una de muy potente es el SROI (Social Return on Investment: retorno social de la inversión).
El SROI permite estimar cuánto valor neto genera un programa, servicio o inversión para la sociedad, y de esta forma hace posible comparar sus beneficios (sociales, laborales y económicos) con sus costes. Pondremos un ejemplo. En un estudio reciente de Alter Civites y Ecodes se ha calculado que, por cada euro que se invierte en un determinado Centro Ocupacional Comarcal aragonés para personas con discapacidad intelectual, se crean 3,53€ de retorno para la sociedad, distribuidos de la siguiente manera:
* 1,10€ en retorno económico directo (0,56€ en salarios de los profesionales del centro; 0,28€ en impuestos y cuotas a la Seguridad Social; 0,20€ en compras y contratación de servicios; y 0,06€ en otros conceptos);
* 2,04€ en retorno económico indirecto (0,33€ en ahorros para las administraciones públicas -en el sentido que, si no existiera el Centro, aparecerían otras necesidades relacionadas con las personas ahora atendidas que el sector público igualmente tendría que cubrir-; 1,07€ en ahorros para las familias de los usuarios del centro; y 0,64€ en otros conceptos);
* y 0,39€ en retorno en calidad de vida para los usuarios del centro.
Por lo tanto, por cada euro invertido en el proyecto (y hay que tener en cuenta que sólo una parte de este euro proviene del sector público), se obtienen 3,53 en valor social. A la vista de estos números, es evidente que nos conviene a todos que exista un Centro de estas características y que vale la pena que desde la administración se le ayude (en el supuesto que comentamos, el Centro corría el peligro de cerrar, y después de conocer su SROI, la administración decidió incrementar su aportación para evitarlo).
Los SROIs van más allá de los clásicos estudios coste/beneficio de carácter financiero (puesto que con el SROI se trata de capturar el conjunto del valor real generado, facilitando la comprensión, medida y comunicación también del valor extra-financiero de los recursos invertidos), y el camino para su elaboración -de carácter participativo- es tan importante como sus resultados (porque se analiza el proceso para llegar a los resultados, y esto permite a la vez optimizarlo). Pero a pesar de su utilidad para mejorar las decisiones públicas y fortalecer su legitimidad, en nuestro país los análisis SROI se usan muy poco, lo cual es una muestra más de la poca cultura de evaluación que tenemos y del poco interés que hay para conocer los impactos reales de las políticas públicas. Ello contrasta con realidades como la del Reino Unido, donde han aprobado una ley (la Social Value Act) que obliga a las administraciones públicas a considerar los impactos sociales, económicos y ambientales en la concesión de contratos públicos; o como el caso de Escocia, donde están estudiando incorporar la metodología SROI en el proceso de concesión de apoyos y subvenciones a las entidades de servicios sociales. Si realmente queremos comprometernos con principios como los de Sostenibilidad, Transparencia y Eficacia pública, haríamos bien en aprender de nuestros vecinos británicos.
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sábado, 28 de diciembre de 2013
Joseph Napolitan, In Memoriam
Si tuviera que destacar un hecho de este 2013 que ahora finaliza, sería la muerte de Joseph Napolitan este mismo mes de diciembre. Lo conocí ya hace bastantes años en un congreso de la Asociación Internacional de Consultores Políticos -de la cual él había sido cofundador-. Era una persona sencilla y accesible, a pesar del aura de gurú que siempre lo acompañó.
Pero por qué merece Napolitan un recuerdo especial? Por de pronto, él fue el “padre” de la consultoría política y electoral modernas. A lo largo de su vida, Napolitan asesoró centenares de campañas electorales en todo el mundo (entre ellas, la de Kennedy en 1960) y a él se le atribuye la creación del concepto mismo de “consultor político”, un oficio al que contribuyó decisivamente a dar forma y a popularizar (a pesar de lo cual hoy continúa siendo verdad aquello que él ya lamentaba: “la mayoría de campañas no saben como utilizar correctamente a sus asesores”).
Napolitan era el maestro. De él hemos aprendido lo esencial del arte de las campañas políticas y electorales, cosas que hoy nos parecen de sentido común -pero que antes se ignoraban y que actualmente todavía se descuidan demasiado a menudo-, como por ejemplo que la estrategia es el elemento más importante de cualquier campaña (por eso también nos decía: “la cantidad de dinero a gastar es menos importando que cómo se gasta”), que el timing es crítico, o que el mensaje tiene que ser claro y comprensible. En la misma línea de pragmatismo y de tener los pies firmemente asentados en el suelo, Napolitan advertía que las encuestas son esenciales, pero que uno no se tiene que dejar engañar por ellas; que no nos tenemos que oponer a todo lo que venga -propuestas o declaraciones- de los adversarios; y que el que una cosa sea diferente no significa que sea mejor.
Napolitan no era ningún Maquiavelo obsesionado con manipular a los electores y dispuesto a todo para ganar. Al contrario. Los que lo tratamos somos testigos del respeto que le merecía la gente, y en esta actitud había tanto de calidad humana cómo de sabiduría profesional (ya que, al final, la gente reacciona según cómo se siente tratada). Una de sus máximas de cabecera era: “Nunca se tiene que subestimar la inteligencia de los votantes ni sobrestimar la cantidad de información a su disposición”. Es desde esta concepción que se tiene que bien-entender otro de sus mantras: “La percepción es más importando que la realidad”. Y por eso mismo recomendaba que el candidato hablara a la gente y se explicara.
A Napolitan no le daba pereza dedicar tiempo y atención a los que por aquel entonces nos iniciábamos en el mundo apasionante de las campañas y la consultoría, y tenía siempre un consejo y ánimos para nosotros. Creo que incluso disfrutaba sinceramente discutiendo con los más jóvenes sobre el impacto de las nuevas tecnologías en las elecciones o sobre los nuevos retos de las democracias. Su generosidad a la hora de compartir lo que sabía queda acreditada por las muchas charlas que dió de forma desinteresada y por las diversas obras de divulgación que nos ha dejado.
Precisamente, entre estas obras quiero destacar un pequeño documento que ya es un clásico, titulado “100 cosas que he aprendido en 30 años de trabajo como asesor de campañas electorales”. A pesar de que el paper ya tiene unos cuantos años, continúa siendo la Biblía de los consultores, y a la vez una guía modélica sobre cómo hacer una buena campaña -una campaña eficaz- desde una ética irreprochable. He seleccionado un pequeño grupo de recomendaciones y comentarios que incluye aquel texto:
-No se tienen que hacer prometidas exageradas –especialmente si se va a ganar-;
-Si tus consejos -del asesor electoral- no son seguidos, es mejor renunciar y marcharse;
-Cuidado con las soluciones simples a problemas complejos;
-Aseguraos de que vuestro candidato sabe por qué se ha presentado a las elecciones;
-No distorsionéis la trayectoria pasada de vuestro candidato; lo más seguro es que os descubran;
-El enemigo de tu enemigo no es necesariamente tu amigo;
-No te engañes ni engañes a tu candidato;
-Se puede pulir a un candidato, pero no cambiarlo realmente;
-Nunca se gusta a todo el mundo;
-Actualmente hay demasiadas campañas negativas, y las razones son fáciles de entender. Es más fácil hacer que la gente vote contra alguien que hacer que voten por alguien. Pero creo que todo candidato tiene la obligación de decir a la gente aquello que haría si fuera escogido, qué soluciones tiene para sus problemas.
Lo mejor de todo es que esta manera noble y humana de hacer política y de orientar campañas, además, funciona!
Por otro lado, Napolitan era también una persona humilde, a pesar del prestigio internacional de que disfrutaba y los honores que se le tributaban. De hecho, recomendaba la humildad como camino de perfeccionamiento y ante-sala del éxito cuando nos instaba a reconocer las propias limitaciones, o cuando nos decía “cuando te parezca que lo sabes todo, resulta que te estás equivocando” o “si se comete un error, no se tiene que tener miedo a admitirlo e intentar otra cosa” y “No tengas pánico a los errores: sucederán”. Pero la humildad y la humanidad se hacían particularmente evidentes cuando concluía afirmando: “Si tu candidato gana, se debe a su encanto, imagen y poder de persuasión; si pierde, es culpa tuya”, y “Se tolerante con el candidato, con la gente que colabora en la campaña, y con las personas con las cuales tienes que trabajar”.
No es que a Napolitan no le interesara ganar como al que más las elecciones que asesoraba. Está claro que sí, y se volcaba para conseguirlo, y la mayor parte a veces se hacía con la victoria. Pero no a cualquier precio ni para cualquier causa. Tenía claro sus líneas rojas y su dignidad. Por ejemplo, un criterio que usaba y que personalmente he intentado aplicarme siempre era el siguiente: “No se tiene por qué amar al candidato, pero al menos se le tiene que respetar”. Es decir: no trabajes para un candidato al que no puedas respetar.
En fin, a la vista de esta filosofía, es posible que con la muerte de Napolitan finalice una época en el mundo de la consultoría política, hoy más lejos que nunca del idealismo y del fair-play de precursores como Joseph Napolitan. Pero Napolitan será siempre un ejemplo para todos nosotros y su legado no se apagará nunca. Gracias, Joseph, por todo aquello que nos has enseñado y por la pasión por el oficio que nos contagiaste. Descansa en paz.
Pero por qué merece Napolitan un recuerdo especial? Por de pronto, él fue el “padre” de la consultoría política y electoral modernas. A lo largo de su vida, Napolitan asesoró centenares de campañas electorales en todo el mundo (entre ellas, la de Kennedy en 1960) y a él se le atribuye la creación del concepto mismo de “consultor político”, un oficio al que contribuyó decisivamente a dar forma y a popularizar (a pesar de lo cual hoy continúa siendo verdad aquello que él ya lamentaba: “la mayoría de campañas no saben como utilizar correctamente a sus asesores”).
Napolitan era el maestro. De él hemos aprendido lo esencial del arte de las campañas políticas y electorales, cosas que hoy nos parecen de sentido común -pero que antes se ignoraban y que actualmente todavía se descuidan demasiado a menudo-, como por ejemplo que la estrategia es el elemento más importante de cualquier campaña (por eso también nos decía: “la cantidad de dinero a gastar es menos importando que cómo se gasta”), que el timing es crítico, o que el mensaje tiene que ser claro y comprensible. En la misma línea de pragmatismo y de tener los pies firmemente asentados en el suelo, Napolitan advertía que las encuestas son esenciales, pero que uno no se tiene que dejar engañar por ellas; que no nos tenemos que oponer a todo lo que venga -propuestas o declaraciones- de los adversarios; y que el que una cosa sea diferente no significa que sea mejor.
Napolitan no era ningún Maquiavelo obsesionado con manipular a los electores y dispuesto a todo para ganar. Al contrario. Los que lo tratamos somos testigos del respeto que le merecía la gente, y en esta actitud había tanto de calidad humana cómo de sabiduría profesional (ya que, al final, la gente reacciona según cómo se siente tratada). Una de sus máximas de cabecera era: “Nunca se tiene que subestimar la inteligencia de los votantes ni sobrestimar la cantidad de información a su disposición”. Es desde esta concepción que se tiene que bien-entender otro de sus mantras: “La percepción es más importando que la realidad”. Y por eso mismo recomendaba que el candidato hablara a la gente y se explicara.
A Napolitan no le daba pereza dedicar tiempo y atención a los que por aquel entonces nos iniciábamos en el mundo apasionante de las campañas y la consultoría, y tenía siempre un consejo y ánimos para nosotros. Creo que incluso disfrutaba sinceramente discutiendo con los más jóvenes sobre el impacto de las nuevas tecnologías en las elecciones o sobre los nuevos retos de las democracias. Su generosidad a la hora de compartir lo que sabía queda acreditada por las muchas charlas que dió de forma desinteresada y por las diversas obras de divulgación que nos ha dejado.
Precisamente, entre estas obras quiero destacar un pequeño documento que ya es un clásico, titulado “100 cosas que he aprendido en 30 años de trabajo como asesor de campañas electorales”. A pesar de que el paper ya tiene unos cuantos años, continúa siendo la Biblía de los consultores, y a la vez una guía modélica sobre cómo hacer una buena campaña -una campaña eficaz- desde una ética irreprochable. He seleccionado un pequeño grupo de recomendaciones y comentarios que incluye aquel texto:
-No se tienen que hacer prometidas exageradas –especialmente si se va a ganar-;
-Si tus consejos -del asesor electoral- no son seguidos, es mejor renunciar y marcharse;
-Cuidado con las soluciones simples a problemas complejos;
-Aseguraos de que vuestro candidato sabe por qué se ha presentado a las elecciones;
-No distorsionéis la trayectoria pasada de vuestro candidato; lo más seguro es que os descubran;
-El enemigo de tu enemigo no es necesariamente tu amigo;
-No te engañes ni engañes a tu candidato;
-Se puede pulir a un candidato, pero no cambiarlo realmente;
-Nunca se gusta a todo el mundo;
-Actualmente hay demasiadas campañas negativas, y las razones son fáciles de entender. Es más fácil hacer que la gente vote contra alguien que hacer que voten por alguien. Pero creo que todo candidato tiene la obligación de decir a la gente aquello que haría si fuera escogido, qué soluciones tiene para sus problemas.
Lo mejor de todo es que esta manera noble y humana de hacer política y de orientar campañas, además, funciona!
Por otro lado, Napolitan era también una persona humilde, a pesar del prestigio internacional de que disfrutaba y los honores que se le tributaban. De hecho, recomendaba la humildad como camino de perfeccionamiento y ante-sala del éxito cuando nos instaba a reconocer las propias limitaciones, o cuando nos decía “cuando te parezca que lo sabes todo, resulta que te estás equivocando” o “si se comete un error, no se tiene que tener miedo a admitirlo e intentar otra cosa” y “No tengas pánico a los errores: sucederán”. Pero la humildad y la humanidad se hacían particularmente evidentes cuando concluía afirmando: “Si tu candidato gana, se debe a su encanto, imagen y poder de persuasión; si pierde, es culpa tuya”, y “Se tolerante con el candidato, con la gente que colabora en la campaña, y con las personas con las cuales tienes que trabajar”.
No es que a Napolitan no le interesara ganar como al que más las elecciones que asesoraba. Está claro que sí, y se volcaba para conseguirlo, y la mayor parte a veces se hacía con la victoria. Pero no a cualquier precio ni para cualquier causa. Tenía claro sus líneas rojas y su dignidad. Por ejemplo, un criterio que usaba y que personalmente he intentado aplicarme siempre era el siguiente: “No se tiene por qué amar al candidato, pero al menos se le tiene que respetar”. Es decir: no trabajes para un candidato al que no puedas respetar.
En fin, a la vista de esta filosofía, es posible que con la muerte de Napolitan finalice una época en el mundo de la consultoría política, hoy más lejos que nunca del idealismo y del fair-play de precursores como Joseph Napolitan. Pero Napolitan será siempre un ejemplo para todos nosotros y su legado no se apagará nunca. Gracias, Joseph, por todo aquello que nos has enseñado y por la pasión por el oficio que nos contagiaste. Descansa en paz.
miércoles, 2 de octubre de 2013
El efecto bystander o "espectador"
Quienes nos dedicamos a la cosa pública conocemos bien el fenómeno del free rider (concepto que se suele traducir por polizón o viajero sin billete): cuando se trata de bienes públicos como el gasto en seguridad, las emisiones de Televisió Española o la iluminación de las ciudades (es decir, bienes y servicios que no son susceptibles de apropiación individual y que, si se proporcionan, beneficiarán a todos, porque no puede materialmente excluirse a nadie de su uso), sabemos que parte de la población tiene tendencia a aprovecharse de ellos, sobreconsumiéndolos o evitando pagar la parte que corresponde a cada uno. El razonamiento de los polizones es del siguiente tipo: "Dado que igualment voy a ser capaz de consumir, por qué pagar? Ya pagarán otros". Con un agravante: cada persona que no cumple con su parte del trato, favorece que haya otros que tampoco lo hagan; a nadie le gusta “hacer el primo”. En todo caso, la causa de este mal es el egoísmo y la falta de solidaridad, y esto conduce a un consumo excesivo de los bienes públicos o a problemas en su financiación; llevado al extremo, además, significa que nadie pague, haciendo la provisión de los bienes en cuestión imposible. Por esta razón, para evitar este problema, hemos ideado fórmulas diferentes (desde el revisor de autobús que asegura que nadie se cuela hasta los impuestos generales, pasando por las poco eficaces campañas de sensibilización).
No tan bien conocido, pero igualmente interesante, es el efecto bystander o espectador. En este caso, frente a un problema del cual uno es testimonio junto con otras personas (por ejemplo, un accidente, o una familia sin recursos, o un indicio de fuego en un edificio), a menudo la gente decide no intervenir, suponiendo que otros lo harán. Por supuesto, si todo el mundo piensa lo mismo, al final el pobre accidentado o la desafortunada familia se quedará sin ayuda, y el fuego consumirá todo el edificio. La psicología social ha estudiado en profundidad este fenómeno y nos advierte que, cuando hay otras personas presentes ante el problema, las probabilidades de que alguien intervenga disminuyen sensiblemente (comoa en el famoso caso de la violación y asesinato de Kitty Genovese, en la década de 1960, en los Estados Unidos); paradójicamente, cuanta gente más sea testimonio de los hechos, !menos probable será que alguien actúe! Al mismo tiempo, sin embargo, bastaría con que una sola persona dé el primer paso, para incrementar significativamente la probabilidad de que el grupo cambiara de pasivo a activo.
El efecto espectador reduce el nivel de contribuciones de los ciudadanos al bienestar de la comunidad que sería posible y deseable: lo delegamos en nuestros conciudadanos y, unos por otros, la casa queda por barrer. Pero fijémonos que la causa de este mal ya no es el egoísmo (el espectador individual puede empatizar con aquellos que están sufriendo y puede estar dispuesto a ayudar), sino los factores situacionales. De todos modos, el resultado final es igualmente negativo, socialmente hablando: al final, hay menos voluntarios, menos 'buenas acciones' y menos respuestas responsables en la sociedad. Ante esta situación, ¿cómo podemos darle la vuelta al problema? En el campo de los problemas sociales, de entrada, es lógico que si el gobierno pretende ocuparse de todo, va a producirse este resultado desmovilizador del efecto espectador: el ciudadano pensará que "ya se hará cargo el gobierno" y se quedará al margen y con la conciencia tranquila. Para bien o para mal, sin embargo, la administración ya no puede hacerlo todo. Por consiguiente, necesitamos todas las constribuciones. Pues bien, la psicología social nos indica que, si somos conscientes del efecto espectador y de sus consecuencias, si asumimos que "si no lo hacemos nosotros mismos, tal vez no lo haga nadie", entonces podemos romper el círculo vicioso de la pasividad. En conclusión, haría bien la administración en reconocer sus limitaciones y pedir ayuda. Y en cuanto a los ciudadanos, deberíamos dejar de esperar que resuelvan todos los problemas desde arriba -algo que de todas formes no sucederá- y asumir nuestra cuota de responsabilidad. De hecho, si somos corresponsables, también estaremos legitimados para ser más exigentes con nuestras administracions públicas.
No tan bien conocido, pero igualmente interesante, es el efecto bystander o espectador. En este caso, frente a un problema del cual uno es testimonio junto con otras personas (por ejemplo, un accidente, o una familia sin recursos, o un indicio de fuego en un edificio), a menudo la gente decide no intervenir, suponiendo que otros lo harán. Por supuesto, si todo el mundo piensa lo mismo, al final el pobre accidentado o la desafortunada familia se quedará sin ayuda, y el fuego consumirá todo el edificio. La psicología social ha estudiado en profundidad este fenómeno y nos advierte que, cuando hay otras personas presentes ante el problema, las probabilidades de que alguien intervenga disminuyen sensiblemente (comoa en el famoso caso de la violación y asesinato de Kitty Genovese, en la década de 1960, en los Estados Unidos); paradójicamente, cuanta gente más sea testimonio de los hechos, !menos probable será que alguien actúe! Al mismo tiempo, sin embargo, bastaría con que una sola persona dé el primer paso, para incrementar significativamente la probabilidad de que el grupo cambiara de pasivo a activo.
El efecto espectador reduce el nivel de contribuciones de los ciudadanos al bienestar de la comunidad que sería posible y deseable: lo delegamos en nuestros conciudadanos y, unos por otros, la casa queda por barrer. Pero fijémonos que la causa de este mal ya no es el egoísmo (el espectador individual puede empatizar con aquellos que están sufriendo y puede estar dispuesto a ayudar), sino los factores situacionales. De todos modos, el resultado final es igualmente negativo, socialmente hablando: al final, hay menos voluntarios, menos 'buenas acciones' y menos respuestas responsables en la sociedad. Ante esta situación, ¿cómo podemos darle la vuelta al problema? En el campo de los problemas sociales, de entrada, es lógico que si el gobierno pretende ocuparse de todo, va a producirse este resultado desmovilizador del efecto espectador: el ciudadano pensará que "ya se hará cargo el gobierno" y se quedará al margen y con la conciencia tranquila. Para bien o para mal, sin embargo, la administración ya no puede hacerlo todo. Por consiguiente, necesitamos todas las constribuciones. Pues bien, la psicología social nos indica que, si somos conscientes del efecto espectador y de sus consecuencias, si asumimos que "si no lo hacemos nosotros mismos, tal vez no lo haga nadie", entonces podemos romper el círculo vicioso de la pasividad. En conclusión, haría bien la administración en reconocer sus limitaciones y pedir ayuda. Y en cuanto a los ciudadanos, deberíamos dejar de esperar que resuelvan todos los problemas desde arriba -algo que de todas formes no sucederá- y asumir nuestra cuota de responsabilidad. De hecho, si somos corresponsables, también estaremos legitimados para ser más exigentes con nuestras administracions públicas.
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