domingo, 22 de enero de 2012

Morosidad administrativa



En 2011, la Administración Pública española tardó en pagar a sus proveedores 162 días de media (en 2010 el plazo medio real había sido de 157 días). No es, éste, un mal universal: en Finlandia pagan de media a 24 días, y en Alemania a 35. Y hay que recordar que la ley española obliga al mundo público a pagar como máximo a 40 días.

De soluciones a este grave problema no faltan, como las que propone la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad:
-Que se elabore un plan para eliminar la deuda histórica de las Administraciones Públicas con los proveedores, mediante la periodificación de los pagos a lo largo de los 4 o 5 próximos años. A cambio, eso sí, de que las administraciones cumplan de forma estricta la ley en las nuevas obligaciones que contraigan
-Que se desarrolle un régimen sancionador eficaz
-Implantar el criterio de caja en el pago del IVA
-Permitir que las empresas puedan utilizar las devoluciones fiscales pendientes de abono como documentos de pago, descontables en entidades financieras
-Establecer cuentas corrientes tributarias con las distintas Administraciones para poder compensar deudas cruzadas (ej. dejar de pagar el IBI a cambio de una factura pendiente de pago del Ayuntamiento).

Está claro que si las empresas y los autónomos no consiguen salir adelante, el país (y sus Administraciones) tampoco podrá hacerlo. Y es evidente que no se puede exigir a los agentes económicos aquello que el sector público no está dispuesto a cumplir. Por esta razón deben tomarse medidas anti-morosidad sin más dilación, recordando que desde que se inició la crisis, han desaparecido un tercio de nuestras empresas. Seguro que la morosidad administrativa no es del todo ajena a ello.

domingo, 8 de enero de 2012

Reivindicación del Pensamiento Sistémico

Una de las competencias clave de aquellos que ejercen el liderazgo público debería ser el pensamiento sistémico. El pensamiento sistémico parte de la base que la realidad es un gran conjunto de piezas interconectadas -sistema-, que a su vez se organizan en subsistemas más pequeños (el económico, el social, el político…). Siendo así, una de las primeras obligaciones de todo responsable público, sea político o gestor, consiste en considerar los efectos directos e indirectos de las decisiones que toma -incluyendo también las decisiones por omisión, aquellas que llevan a no actuar-. Por ejemplo, cuando para afrontar la crisis un gobernante recorta gastos de forma excesiva y demasiado concentrada en el tiempo, o cuando sube impuestos y no establece incentivos al consumo, en ambos casos debe saber que en última instancia está contribuyendo a la depresión de la economía, porque si ciudadanos y empresas no tienen motivación ni capacidad adquisitiva y de inversión, la economía no puede romper el círculo vicioso del estancamiento. Visto así, no se diría que el razonamiento sistémico esté impregnando las políticas de las administraciones más cercanas…

Otra implicación del carácter sistémico de la realidad es que las decisiones de hoy determinan los resultados de mañana. Volviendo a la lucha contra la crisis, si hoy ahorramos en gasto tanto público como privado en investigación o en educación o en ciertas infraestructuras, mañana no estaremos en condiciones de tener una economía del conocimiento y de la innovación que nos asegure un lugar en el seno del mundo desarrollado y que posibilite niveles elevados de competitividad y bienestar.

Todo ello parecen cosas de sentido común, y lo son. El problema es que si la fijación en el árbol no deja ver el bosque, y si las urgencias del presente hacen olvidar las necesidades a medio y largo plazo, entonces la lógica aparente de las cosas cambia, y las decisiones equivocadas que se toman… también parecen de sentido común. Está claro que, más temprano que tarde, aquellas decisiones se revelarán ineficaces, pero para entonces ya no podremos volver atrás. Recordémoslo, pues: hay diferentes sentidos comunes (el local versus el global, el que tiene en cuenta el tiempo versus el que lo ignora…), y no todos resultan igual de adecuados como guía de actuación.

Confundirse de sentido común es una de las razones por las cuales tenemos déficit de política sistémica en la mayoría de gobiernos. Si a esto le añadimos el corto-plazimso y miopía que siempre acechan la política, el corporativismo y la falta de profesionalidad que caracterizan algunos gestores públicos, y el ritmo acelerado que imponen las nuevas tecnologías y las reglas de los medios de comunicación, ya habremos identificado buena parte de los ingredientes de la extendida enfermedad asistémica. Pero hay explicaciones. Una no menor es que políticos y burócratas comparten el mal hábito de la rigidez mental, que resulta ser pecado mortal en el mundo de los sistemas dinámicos: si se quiere entender realmente como trabajan éstos, hay que observarlos desde diferentes perspectivas, ángulos y puntos de vista, estando además dispuestos a, si hace falta, admitir que la visión propia -la tradicional, o la que proporciona la doctrina partidista- puede estar equivocada. En este mismo sentido, deben examinarse rigurosamente las suposiciones y los modelos mentales de los cuales se parte, y cuestionarlos periódicamente para acabar validándolos o refutándolos.

En consecuencia, el pensador sistémico tiene que tomarse su tiempo para estudiar en profundidad la realidad, identificar las interrelaciones entre sus partes, entender sus dinámicas, y detectar los patrones y tendencias que se dibujan -sabiendo que éstos y éstas son cambiantes, por lo cual no podemos dejar de seguir estudiando el mundo sobre el cual pretendemos incidir-. A la vez, el pensador sistémico sabe que es la estructura del sistema aquello que explica su comportamiento, por lo cual se esfuerza por conocerla bien antes de introducir cambios; y es que sólo si se entiende bien la estructura es posible iniciar acciones de apalancamiento -tan necesarias cuando los recursos escasean- que muevan y transformen el sistema y sus resultados en la dirección deseada.

El pensador sistémico se interesa igualmente por las relaciones de causa-efecto, sabiendo que suelen ser más circulares (es decir, con retroalimentación) que no lineales, y que los efectos pueden tardar en mostrarse. Todavía, el pensador sistémico no tiene prisa, porque reconoce que una decisión demasiado rápida y poco meditada puede crear más adelante problemas mayores que los que ahora pretende solucionar. Finalmente, el pensador sistémico examina los resultados del sistema después de las intervenciones que sugiere y aplica, y cambia estas acciones si es necesario; la suya es una estrategia de aproximación sucesiva.

A estas alturas queda claro que hay pocos gobernantes que se guíen por el pensamiento sistémico. En defensa suya, se podría argumentar que probablemente nadie se lo enseñó, y que las tareas urgentes que les ocupan -intentar sobrevivir- los distraen de las tareas importantes que tendrían que acometer -las reformas en profundidad, el estímulo del crecimiento económico, la preparación del nuevo modelo económico-social de la postcrisis…-. Siendo así, sería necesario que aquellos que pueden tomar un poco de distancia -académicos, consultores, creadores de opinión, centros de formación…- advirtieran de los peligros de la falta de pensamiento sistémico y subrayaran las oportunidades de apostar por esta competencia clave.

Decididamente: !necesitamos, ahora más que nunca, gobernantes y gestores públicos sistémicos!

martes, 18 de octubre de 2011

La Gran Paradoja (sobre la función pública y el reto de la gestión de los recursos humanos en la Administración)

Gracias a las decenas de proyectos de estudios, formación y consultoría que hemos realizado en el curso de los últimos quince años, hemos podido conocer las interioridades de muchas administraciones públicas (desde Ayuntamientos y Diputaciones hasta gobiernos autonómicos y empresas públicas, tanto de España como de otros países), y en todo este tiempo hay algo con lo que nos hemos encontrado recurrentemente y que no ha dejado de sorprendernos y desconcertarnos: la Gran Paradoja.

Consiste en lo siguiente: a pesar de que las condiciones laborales y económicas suelen ser iguales o mejores -a menudo bastante mejores, empezando por la estabilidad en el trabajo- que no en las empresas privadas, los climas laborales que presiden las organizaciones públicas están en general considerablemente más degradados que los que encontramos en el mundo privado. Ya mucho antes de que se iniciaran los recortes de sueldos y plantillas como parte de la estrategia anti-crisis que siguen nuestros gobiernos, se venía constatando que una parte importante de los trabajadores públicos tienen un compromiso escaso con la Administración a la cual sirven; muchos de ellos se declaran desmotivados y no pocos se sienten ‘quemados’; la resistencia al cambio es habitual, y hay quién cuestiona sistemáticamente las innovaciones -sea cual sea su dirección-. Además, las relaciones entre mandos y efectivos de base son tensas y caracterizadas por el recelo mutuo, mientras que el cinismo y el negativismo se extienden y malogran la salud y la imagen corporativa.

Como resultado de este estado de cosas, los estudios realizados coinciden en señalar que la productividad pública está por debajo de la del ámbito empresarial, especialmente a los países del sur de Europa. Al mismo tiempo, no es inusual que los ciudadanos (los que sostienen con su esfuerzo fiscal los servicios públicos, no lo olvidemos) acaben recibiendo una atención impersonal, torpe o incluso descortés.

¿Por qué se dan este tipo de situaciones? Habría que diferenciar dos tipos de causas -y de responsabilidades-. Por un lado, es verdad que la Administración ha hecho mal muchas cosas: no hay políticas de gestión de recursos humanos dignas de este nombre; los mandos no ejercen la función de gestores de personas que los correspondería; y el nivel del liderazgo (altos directivos y políticos) nunca se ha interesado realmente por estas cuestiones internas y le ha faltado valor para intervenir, por no hablar de la falta de ejemplaridad en las conductas de algunos dirigentes. Lo más grave de todo, quizás, es que se ha permitido que de facto se impusiera la regla según la cual, en la Administración, “si uno lo hace bien, no pasa nada; si uno lo hace mal, tampoco”; y cuando este principio define una organización, la mata, porque el rendimiento tiende a igualarse por debajo. En consecuencia, hemos visto como jóvenes trabajadores que ingresaban en el servicio público con ganas e ilusión se convertían, pocos años después, en funcionarios pasivos y gruñones.

Pero no hay duda de que, al mismo tiempo, algunos profesionales del mundo público han encontrado en la Administración el entorno idóneo para ejercitar la filosofía del mínimo esfuerzo, a la vez que tampoco falta en el sector público la cuota de aprovechados que directamente abusan de la falta de control, norte y liderazgo existente.

¿Soluciones? Las hay, por supuesto. Por parte de los trabajadores públicos, la elección es suya: pueden optar (y muchos lo hacen) por, a pesar de todo, esforzarse por hacer bien el trabajo y ser cada día mejores profesionales, y por implicarse en el buen servicio a los ciudadanos y a los intereses colectivos, inspirándose en la Misión que la sociedad les ha confiado. O pueden escoger funcionar al ralentí, desentenderse del propósito de servicio público, renunciar a la excelencia profesional, recrearse en los agravios presuntos o reales recibidos, y convertirse en agentes propagadores del cáncer espiritual que carcome tantas organizaciones públicas. El caso es que, si la elección es ésta última, quién la hace tiene que atenerse a las consecuencias: a nivel personal, cuando uno tira la toalla y se convierte en un agente de la queja permanente tiene que saber que, como ser humano en busca de sentido que somos todos, cada día estará un poco más muerto, algo que convertirá la estabilidad propia de la ocupación pública en una verdadera condena a cadena perpetua. Y a nivel externo, uno no tendría que extrañarse si entonces los ciudadanos reclaman el fin de los privilegios funcionariales, la reducción de las plantillas públicas y/o el desmantelamiento de determinados organismos.

Por parte de los directivos y de los electos que están al frente de las organizaciones públicas, hay que reclamar de ellos que de una vez cojan el toro por los cuernos y que hagan los deberes. A ellos les corresponde dar a los temas relativos a los recursos humanos la prioridad debida, y dotarse de una política de RRHH integral (que resuelva adecuadamente los retos de la organización del trabajo, la gestión de la ocupación -también de su vertiente de desvinculación: ¡no es cierto que no se pueda despedir a aquellos que se hacen merecedores de ello!-, la del rendimiento, la de la compensación -discriminando según el buen o el mal rendimiento-, la gestión del desarrollo y la de las relaciones humanas y sociales). De ellos esperamos igualmente que practiquen con valentía la exigencia y la autoexigencia: deben fijar objetivos para los trabajadores públicos, proporcionarles las herramientas y la formación necesaria, hacer el seguimiento y evaluación de su trabajo, y extraer de ello conclusiones que tengan repercusiones prácticas. Si por el contrario, se opta por el absentismo directivo en relación a estas responsabilidades, después los líderes y directivos públicos no tienen derecho a quejarse si se encuentran faltos de palancas para llevar adelante sus políticas y proyectos. Sí, les quedará el recurso a la externalización, pero demasiado a menudo esto significa duplicar recursos y abrir la puerta a nuevos quebraderos de cabeza.

En definitiva, la Gran Paradoja que mencionábamos al principio del artículo se explica porque, tal como sucede con los niños, al margen de las condiciones de bienestar material que existan, la falta de pautas y de exigencia siempre es preludio de más problemas. Pero si hay voluntad, estrategia y coraje, los males del sector público -también los de su personal- tienen remedio, y el potencial que puede liberarse con una mejor gestión de los recursos humanos de la Administración es inmenso. Sea como fuere, el caso es que el país no se puede permitir que no se actúe decididamente en este terreno y sin más dilación.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Innovación no rima con Liderazgo (ahora y aquí)

En un reciente estudio de Hay Group (“Leading Innovation in Government”, 2011) sobre la innovación en el seno del gobierno norteamericano, se identifican cuatro barreras a la innovación en esta macro-organización pública: la falta de un proceso para introducir y hacer crecer ideas nuevas; deficiencias en la comunicación y existencia de prioridades demasiado cambiantes; la falta de fondos de cara a experimentar; y un sistema que recompensa el status quo. El estudio concluye que los líderes públicos que son capaces de sobrepasar estas barreras, a pesar de evidenciar perfiles heterogéneos, tienen varias cosas en común que les permiten construir climas de innovación y obtener resultados. En primer lugar, rehusan ser frenados por dichos obstáculos. En segundo lugar, muestran nueve atributos -valores, motivaciones y comportamientos asociados- compartidos. ¿Cuáles?

Se trata de dirigentes públicos comprometidos, que saben como vencer los obstáculos (navegando a través de la estructura, cultura y política de la organización), como modelar y articular una visión, y como crear un camino y un clima para cumplirla. Son personas con una alta confianza en ellos mismos, personas resilientes (que cuando encuentran obstáculos no abandonan) y creativas, y que son especialmente buenas en construir relaciones e influir y colaborar con los demás, a la vez que saben formar e inspirar equipos. Equipos a su vez plurales, con un sentido de propósito muy definido, que tienen la flexibilidad, responsabilidad y claridad necesaria para lograr los resultados perseguidos. Según Hay Group, para conseguir disponer de este tipo de líderes, habría que ayudar a los dirigentes actuales a desarrollar estos atributos, los cuales también podrían servir para seleccionar los líderes del futuro y proveer posiciones de gestores.

Los problemas descritos en el gobierno norteamericano nos resultan bastante familiares, y las recomendaciones que se formulan para superarlos parecen bastante de sentido común, pero se nos plantea una vez más el problema del huevo y la gallina: para poner en marcha cambios como los sugeridos, en el ámbito del fomento de la innovación y del modelado de nuevos liderazgos, se precisa tener una amplitud de miras y una generosidad que no abundan entre los dirigentes de la vieja escuela -que son precisamente quienes tendrían que impulsar estas transformaciones-. Puestos a no tener, en el ámbito público y en el político no tenemos ni sistemas de carrera ni procesos de selección y formación de liderazgos dignos de este nombre, y es así que la innovación continúa siendo una moda pasajera de la cual se habla mucho pero se practica poco.

viernes, 15 de julio de 2011

La (calidad de la gestión) importa. ¡Los gestores importan!

El Benchmarquing es una excelente ayuda a la hora de evaluar la propia organización: en base a la comparativa con otras organizaciones más o menos parecidas, permite detectar debilidades, reconocer fortalezas e identificar áreas de mejora, así como da pistas sobre las vías a través de las cuales pueden hacerse efectivas estas mejoras, y resulta un estímulo para implementarlas. En efecto, si uno puntúa peor que el vecino, se preguntará por qué y estará motivado a hacer algo al respecto.

A pesar de este potencial, el benchmarquing es todavía muy poco utilizado en nuestro país, especialmente en el ámbito público. No sucede lo mismo en otras latitudes. En los Estados Unidos, por ejemplo, las instituciones públicas -y los ciudadanos/contribuyentes- tienen mucho interés en averiguar cómo lo están haciendo en relación con las otras administraciones. Fruto de esta inquietud, recientemente la IBM ha llevado a cabo una investigación sobre la eficiencia en el mundo local norteamericano, un tema de máxima actualidad en ambos lados del Atlántico (los entes locales norteamericanos arrastran déficits de más del 10%, que además tienen carácter estructural más que no coyuntural). Los hallazgos del estudio invitan a la reflexión.

Después de analizar 100 municipalidades del país del presidente Obama, la IBM llega a la conclusión que hay grandes diferencias (de hasta 5 y 10 veces, en algunos servicios), en el grado de eficiencia de los gobiernos locales norteamericanos, calculada ésta en base a los costes por habitante. La explicación de estas diferencias no está en el tamaño de las ciudades respectivas -es decir, las posibles ventajas de una mayor escala- ni tampoco en la extensión de estas ciudades –es decir, los sobrecostos que puede haber cuando la superficie a cubrir es más grande- o en otras variables exógenas -como las condiciones laborales de cada lugar-. No. Aquello que determina que unos Ayuntamientos sean más eficientes que otros es...la calidad de la gestión que realizan sus responsables. Concretamente, la eficiencia se asocia a las decisiones estratégicas (qué servicios se prestarán a qué ciudadanos, y con qué nivel de servicio) y operativas (cómo se proveerán aquellos servicios) que toman los decisores públicos en cuestión.

Una vez más encontramos que las personas importan, y mucho. Tener buenos gestores es fundamental para conseguir resultados excelentes. Y los modelos de gestión en que operan las personas también tienen su peso: en el estudio de IBM se evidencia que las ciudades con modelo de gestión gerencial -city manager- son más eficientes (un 10%, en promedio) que las que no lo tienen.

Llegados aquí tenemos que recordar que ser eficientes es la mejor manera de afrontar los déficits presupuestarios que arrastran las instituciones publicas de allí y de aquí sin tener que subir impuestos ni recortar servicios. Por este motivo, haríamos bien en aprender también aquí de las herramientas –benchmarquing- y de las conclusiones que repiten una y otra vez estudios como el mencionado, como por ejemplo que hay que atraer y retener a los mejores gestores.

Y haríamos igualmente bien en apostar de una vez por el benchmarquing. Quizás hay quién tiene miedo de que las comparativas lo dejen en evidencia ante los ciudadanos (a pesar de que los ejercicios de benchmarquing pueden ser internos), pero en un mundo en que la gente está conectada y en que la información se mueve rápidamente y fácilmente, pretender esconder la propia mediocridad no es realista. Y además, ¿qué preferimos: saber de qué males sufrimos y tratarlos, o vivir en la ignorancia, no abordar los problemas y pagar después las consecuencias?

lunes, 27 de junio de 2011

Cuadro de Mando: la herramienta que puede "hacer la diferencia"

Al inicio de un nuevo mandato municipal, hay una serie de tareas obligadas para el nuevo electo que quiera preparar el terreno para un periodo productivo. Una vez formado el equipo (el político y el técnico) que pilotará el Ayuntamiento los próximos 4 años, y asegurada -tanto como se pueda- la mayoría que hará posible este liderazgo de la ciudad, se trata de concretar los objetivos de legislatura más allá de las vagas menciones que suelen conformar los programas electorales. A tal efecto, nada mejor que diseñar un buen Plan de Acción Municipal o equivalente.

Pero disponer de un mapa de ruta no garantiza en absoluto que posteriormente se cumpla. A menudo, las mil obligaciones del día a día, los imprevistos, y el cansancio y la inercia (por no hablar de los obstruccionismos interesados, internos y externos) se conjuran para dejar en simples intenciones fracasadas todos aquellos buenos propósitos iniciales. Y lo peor es que a veces uno toma conciencia de este drama cuando ya es demasiado tarde.

Afortunadamente, el remedio existe y se llama “cuadro de mando” -C.M-”. Un C.M no es otra cosa que un sistema para monitorizar el progreso hacia un conjunto de objetivos (preferiblemente conectados a un planteamiento estratégico), gracias a la definición de indicadores que miden el grado de consecución de cada uno de los hitos establecidos. Cuando esta herramienta tiene además un apoyo informático, es posible ir actualizando en tiempo más o menos real y de forma automática o manual el progreso que se va realizando. Así, si se detecta lentitud, frenadas o incluso retrocesos en el camino que se sigue, se activan las señales de alarma correspondientes y uno sabe que tiene que tomar medidas.

Por nuestra experiencia en diseño e implementación de cuadros de mando municipales, el proceso entero puede ser relativamente rápido -siempre y cuando se tengan claros los objetivos- y los beneficios suelen ser importantes. Con todo, tampoco es infrecuente el caso en que se dispone del instrumento pero no se alimenta regularment o no se saca suficiente provecho de él, porque desbloquear situaciones complejas y difíciles requiere de otro tipo de utillaje y competencias. Dicho esto, no hay duda que la inversión vale la pena, tanto si se aplica a nivel de Alcaldía como de una concejalía específica. Y ahora es el momento de hacer esta inversión, si se quiere que las prioridades del mandato lo sean realmente.

sábado, 16 de abril de 2011

Recortes en Cataluña

Cinco siglos atrás, Maquiavelo ya advertía de la dificultad de hacer cambios: el florentíno constataba que aquellos que saldrán perjudicados se mobilizarán activamente contra todo aquello que pueda variar el status quo, mientras que los que hipotéticamente tienen que resultar beneficiados por el nuevo orden previsto, quedarán a la expectativa. Pues bien, no es difícil entender que realizar cambios todavía resulta mucho más complicado cuando los supuestos beneficiarios no están claros (“las futuras generaciones”, “todo el mundo indirectamente”... ),como en el caso de los ajustes del sector público que promueve el nuevo gobierno de la Generalitat de Convergència i Unió. Así las cosas, ¿como podría el presidente Mas sobrepasar los obstáculos con que se está encontrando?

En primer lugar, se trata de escoger bien el momento en que se pretende llevar a cabo los cambios... cuando puedes elegir. No ha sido este el caso de Mas: si la prudencia política aconsejaba esperar a después de las elecciones municipales de mayo, en cambio la insostenibilidad del estado de las finanzas catalanas y la obligación de presentar un Plan de Equilibrio en Madrid no permitían aplazar el tomar medidas.

Hay también la cuestión de la pedagogía. Por supuesto que se tiene que explicar cuál es la realidad que hace imperioso actuar y las consecuencias de la inacción (y esto es particularmente efectivo cuando se ilustra con algún elemento de tonos dramáticos, como sería -por ejemplo- la incapacidad de pagar nóminas a tiempo en un momento dado), pero no se puede pretender que la pedagogía haga conformistas a los que vean amenazados los servicios a que están acostumbrados o el propio puesto de trabajo. Si hay recortes, siempre resultará sencillo llenar de manifestantes la Plaza Sant Jaume.

La clave, con todo, es no limitarse a explicarse y quedar a la defensiva, porque entonces ya has perdido. Hay que pasar a la ofensiva, que en el supuesto que nos ocupa implicaría elaborar un relato declarando la guerra a los causantes del callejón sin salida actual y recordando siempre su pecado: la omisión reformista y el vaciado de las arcas de la Generalitat (gastando lo que se disponía y lo que no se tenía) por parte del anterior gobierno tripartito, en una conducta institucionalmente irresponsable y políticamente interesada, que ahora viene agravada por la tenaza que el mismo partido socialista realiza desde el gobierno central -exigiendo aun más recortes-. Una vez más, esto no serviría para evitar críticas y protestas, pero ayudaría a repartir su coste.

Al mismo tiempo, Mas tendría que crear y movilizar una verdadera coalición reformista, formada por personas y grupos conscientes de la gravedad del momento y dispuestos a apoyar los cambios. En particular, la militancia y los cuadros de CiU tendrían que ser agentes activos de esta contraofensiva, y el propio Mas haría bien en tomar más protagonismo en la empresa (en vez de quedarse a la reserva e intentar no desgastarse), sacando partido de la credibilidad de qué disfruta todavía como nuevo presidente.

En paralelo, el gobierno de CiU hubiera tenido que acotar ya de entrada los niveles de nerviosismo y alarma de la ciudadanía, aclarando hasta donde y hasta cuando se alargarían los ajustes, dando garantías de mantenimiento de los aspectos básicos del sistema de bienestar, pactando con los sectores afectados el alcance de los recortes y/o futuras oportunidades de compensaciones, mostrándose flexible en sus posiciones -algo compatible con mantenerse firme en la defensa de sus intereses: conseguir ahorros y eficiencias importantes-, etc . En parte ya se ha acabado haciendo cosas de este tipo, pero tarde y a remolque de las protestas, con lo cual se ha perdido efectividad.

Por último, Mas tiene que saber plantear y encuadrar el conflicto actual en el marco del problema de fondo que lo ocasiona: básicamente, el mal sistema de financiación catalana. Este es un debate que ni puede esperar al 2012 ni a CiU le conviene que se demore tanto. Y tal como están las cosas, si en el 2012 no se soluciona este handicap estructural, CiU tendrá que disponer de un plan B y ser valiente, si no quiere verse arrastrada por los acontecimientos.

En conclusión, la gestión del proceso de saneamiento de las finanzas públicas que el nuevo gobierno catalán ha hecho hasta el presente es claramente mejorable, por mucho que también sea cierto que estos procesos, por bien que se conduzcan, nunca son gratis. La otra cara de la moneda son los potenciales dividendos a medio plazo que se pueden derivar del esfuerzo optimizador, y la inevitabilidad de tener que actuar -para evitar males peores, al país y al propio gobierno.